Voy por segundo día a C., establecimiento dedicado a la venta de productos regionales. Su nombre invita a pensar que se trata de algo relacionado con Argentina, porque es idéntico al de una calle de la ciudad de Buenos Aires, donde en su entorno palpita un glorioso equipo de fútbol, con la afición más numerosa del país. Se trata de "la mitad más uno", acostumbrada a ganar, aunque hace tiempo que no festeja nada.
Recuerdo una historia preciosa relacionada con el estadio donde se cantan los goles y se lloran las derrotas, el mismo que los días de partido congrega a una multitud vestida con camisetas azules y oro. Nadie les pregunta dónde van, todos saben que marchan hacia la “Bombonera.”
Por cierto, yo era simpatizante de ese club, Boca Junior, hasta que empecé a diluir mi pasión, al mismo ritmo que se concentraban asuntos ajenos al deporte: mentiras, mala política, negociados.
A pesar de eso, todavía hoy soy capaz de recitar de memoria a los integrantes del plantel que, en el año 1962, obtuvo el campeonato de primera división, ganando, creo que en el último partido, a su eterno rival, River Plate.
Me estoy liando con el relato; llevo pocos renglones escritos y constato que me quedó pendiente la historia, tan bonita como triste, que sucedió en el césped de la “Bombonera”, donde un grupo de gente buena selló un enorme tributo de amistad, pero eso será en otro momento, si sus protagonistas me autorizan contarla.
Volviendo al lugar donde debería estar, o sea, narrando la visita, por segundo día, al local de C, que también comparte denominación con los versos de un tango, en el que su autor regresa para cantar penas: “Caminito que el tiempo ha borrado / Que juntos un día nos viste pasar / He venido por última vez / He venido a contarte mi mal”.
Tuve que regresar por una falta de previsión -no sabía que los lunes cierra- también por falta de provisión, ya que mi existencia de yerba mate en saquitos se había esfumado de las alacenas del lugar donde trabajo.
Así que allí estaba, en la panadería donde los residentes argentinos se proveen de productos que consiguen saciar el apetito de nostalgia: alfajores, dulces de dulce de leche, batata, y yerba mate.
Por alguna razón, el suministro habitual de la última estaba demorado, no la que se sirve en bolsas de 500 gramos para ser consumida en forma tradicional, con mate y bombilla, sino la destinada a infusiones.
Ya estamos llegando al centro del asunto, pero todavía falta. De momento, aguardo turno para ser atendido, sin ver ninguna caja en la estantería.
La voz de la vendedora me llegó del otro lado del mostrador, se les había acabado, probablemente recibirían el material quizás el jueves, o la próxima semana.
Regresando a casa, pensaba en mi nula disposición a modificar la costumbre cotidiana del mate cocido, reemplazándolo por una infusión extranjerizante. No me sometería al colonialismo británico, así que arbitraría los medios para continuar con mi hábito saludable.
El problema era que para hacer un mate cocido con yerba mate, con la dignidad de ser llamado de ese modo, harían falta recipientes, tiempo para removerlo y paciencia hasta que decantasen los pedacitos de hojas una vez “cocinados”, y no contaba con nada de eso en el lugar donde disfruto del brebaje, que es en el trabajo.
Caminando, cabizbajo, que es como mejor pienso, decidí improvisar, encomendándome a Santo Tomás, patrón en el cielo de la yerba mate en la tierra, apelando a su gracia.
Con tan buena compañía, y pidiendo perdón anticipado por la ofensa que perpetraría a los pueblos originarios guaraníes, que hicieron de la costumbre una fiesta, decidí adoptar la necesidad a mis medios.
De tal forma llegué a una superficie grandísima, sabía que allí conseguiría el producto a granel y también una tetera o cafetera que me permitiese, simplemente con agua caliente proveniente de un calentador, reemplazar a los saquitos.
Después de un par de preguntas y asesoramiento eficiente, compré un artilugio de borosilicato, propileno y émbolo, negro, elegante, vamos, una cafetera, y tan barata que podía provocar dudas entre los consumidores poco crédulos. También un paquete de 500 gramos de yerba mate, amarillo, con un hermoso mapa de la provincia de Corrientes, República Argentina.
Con las manos ocupadas y en camino hacia la cola de la caja, me llamaron la atención unos ganchos del que colgaban calcetines en oferta. Decenas, cientos de calcetines, solitarios o asociados en grupos de dos, tres o cuatro unidades, a precios tan irrisorios que podían provocar dudas entre los consumidores poco crédulos.
Elegí un grupo de color verde, otro de tonos grises y otros negros. No me cabían tantas cosas en las manos, hasta que caí en la cuenta de que estaba a punto de comprar ropa, decisión que me había prohibido hacía un par de años, al enterarme del colapso de prendas en el planeta, contaminando allí donde se abandonan los excesos del consumo descontrolado.
Me dio trabajo recolocar todo en su sitio y lo hice con daños colaterales porque el paquete de yerba se me arrugó como un bandoneón. Me pareció el río Paraná del mapa se quejaba, no podría asegurarlo, quizás fuese otro canto de la tierra: ¿otro tango?, ¿chamamé?.
Me dije que si conseguía desarrollar bien las ideas podía tropezar con un buen articulo. Concluí que no, que sería imposible.