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¡Pobres neuronas!

Por Daniel Molini Dezotti
sábado 11 de enero de 2025, 10:15h

Cuando yo estudiaba medicina, hace lustros, se sabía que las neuronas eran muchas, muchísimas, miles de millones, todas conectadas entre sí.

Alguna vez pensé que si esas conexiones trasladasen estímulos lumínicos en vez de sensibilidad u órdenes motoras, nuestros cuerpos serían capaces de hacer palidecer de envidia al alumbrado de muchas linternas.

Y toda esa “luz” dentro de un cerebro con un peso menor al de cualquier ordenador, incluso a los más portátiles y ligeros, con una minucia de memoria RAM o como se llame, si la comparamos a la portabilidad y RAM del “director de orquesta” de cualquier ser humano.

El avance de la ciencia consiguió precisar el número de neuronas, estableciéndose un promedio que quedó en ochenta y seis mil millones, una cifra que, expresada con ceros, puede que impresione más: 86.000.000.000.

Dispersas por varios lugares y siempre bien protegidas, unas están en la corteza cerebral, que es la capa externa del órgano donde habitan las que se ocupan del pensamiento, el lenguaje y muchas más de las cosas que nos convierten en seres evolucionados.

Otras, por decir un nombre bonito, en el cerebelo, especie de cerebro pequeño si hacemos caso a su etimología, que lo diferencia del grande, "cerebrum", llamado de ese modo por la posición que ocupa, en la cabeza, demostrando la destreza de los latinos cuando se disponían a bautizar.

Volviendo a los números, con ser impresionantes, no son nada si los comparamos a la complejidad del modo en que se relacionan entre sí, en las sinapsis, donde se multiplican las capacidades, que no dependen solamente del número de neuronas, sino también del modo en que interactúan entre ellas.

El tema se complica, porque una célula no se comunica con otra célula solamente, sino que lo hace con varias, en una zona de “conexión" llamada espacio sináptico.

Si una persona incrédula se preguntase cuántos espacios sinápticos hay en el cerebro humano, podría no aceptar la respuesta: 100.000.000.000.000.

Como si con eso no bastase, cada uno de estos espacios permite que allí sucedan acontecimientos increíbles, como que miles de partículas, neurotransmisores, sean captadas por las neuronas, que a su vez activarán a otras, hasta llegar a extremos tan extremos como conseguir retirar una mano que corre el riesgo de quemarse o repetir una acción que causa placer.

En la infancia y adolescencia el cerebro, que al nacer representa un quinto del peso que alcanzará de adulto, crece al mismo ritmo en que se establecen las conexiones.

El crecimiento y desarrollo es integral, en estatura y parámetros que se ven, también en otros ocultos, como en el sistema nervioso central, donde se desarrollan funciones ejecutivas, se aprenden a controlar impulsos, resolver problemas, comprender explicaciones.

La anatomía nos habla de lóbulos, corteza, cuerpo estriado, hipocampo, sitios desde los que parten las consignas aprendidas, para que las emociones o la relación con nuestros semejantes sea de un modo u otro, igual que los hábitos, los premios y recompensas que nos motivan, o la consolidación de los recuerdos.

Todo eso, sumado a la coordinación, el aprendizaje motor, se “mixtura” en un órgano inmaduro, ¡que tiene que madurar!, plástico, capaz de cambiar, fomentar sinapsis, inhibirlas, desarrollar áreas en detrimentos de otras, etcétera.

El lector podrá preguntarse a cuento de qué viene esta perorata anatómica que se escapa a la descripción científica, no por falta de intención, sino por falta de destreza para exponerla.

Y la respuesta es que cada vez es más importante destacar, en todos los medios y por todos los medios, la importancia de aquello que nos estamos jugando: la salud mental.

Cada vez son más los niños cuyos padres, por desinformación o incapacidad, negligencia o desidia, no se han enterado de que el cerebro es un prodigio que necesita ser custodiado, porque determinará los conocimientos, habilidades o actitudes que de mayores podrán enriquecer a sus hijos o todo lo contrario.

Podría decirse que las mentes que se están formando nunca fueron libres, cautivas de las mayores injusticias como el hambre o prisioneras de las avaricias de los poderosos, convergiendo ambas en países pobres o ricos, condicionando la salud por la falta de proteínas o excesos de estímulos nocivos durante los primeros años de vida.

Décadas luchando contra la epidemia del hambre, ahora se agrega la epidemia de las pantallas. Por suerte, algunos estados comienzan a tomar medidas, por ejemplo Australia, que las prohibió a los menores de 14 años.

No debería ser un ejercicio de libertad el uso de un teléfono inteligente en un niño, porque se ha comprobado que afecta el desarrollo de las funciones explicadas arriba.

¿Exagerado? En absoluto, la porquería digital que ha colonizado las neuronas de millones de personas en formación, altera la plasticidad cerebral, impide que se desarrolle convenientemente y libera gratificaciones que generan adicciones patológicas.

¿Exagerado? No, lo dicen los que saben, aunque los defensores de las “libertades” y los dueños del silicio pretendan demostrar lo contrario.

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