Recientemente, en las administraciones públicas se ha vuelto a conmemorar el día en el que en 1978 se refrendó popularmente la actual Constitución Española, un paso crucial en la transición del régimen dictatorial a una democracia moderna porque la constitución es la norma fundamentadora del ordenamiento político y jurídico del Estado y ella se expresan los derechos fundamentales y las libertades públicas democráticas.
Además, la Constitución reconoce una relación de integración y complementariedad fundamental con la Declaración Universal de Derechos Humanos como referente superior de derecho, considerándola el criterio interpretativo obligatorio para interpretar las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que estipula, y otorgándole el rango de valor jurídico indirecto en el ordenamiento español. En general, en el caso de los derechos civiles, políticos, económicos y culturales.
Y específicamente con los derechos sociales, aunque con menor grado de protección que los que considera fundamentales y, por ello, plenamente exigibles. Cuestión no menor, porque esta situación pone en entredicho la idea de la indivisibilidad e interdependencia de los derechos que defiende la Declaración universal. Esta degradación de derechos, que los limita a ser considerados meros principios rectores que informan la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos, entra, también, en tensión con la definición del Estado como“social y democrático de Derecho” que determina la Carta magna en su título preliminar. No obstante, aunque no debería haber jerarquía, en cuanto a importancia, respeto y protección con derechos como al trabajo, a la vivienda o a la educación, los derechos sociales también tienen eficacia jurídica y obligan a las instituciones del Estado.
Haciendo balance de hasta qué punto el cumplimiento de los derechos sociales en España es efectivo, no dejan lugar a dudas los datos en Empleo con, entre otras vulnerabilidades, una tasa de paro en nuestro país en torno al 11%, mientras en la eurozona se mantiene en el 6%; ni el desastre de cobertura pública existente en el acceso a Vivienda, que lleva, además, a que en España se dedique más del 43% del sueldo a afrontar sus costes; ni la riterada irresponsabilidad gubernamental en Educación, pues destina un 9% de su gasto gubernamental a educación mientras el conjunto de los gobiernos del mundo invierten una media del 13%.
Aun así, 46 años después de aprobarse la Constitución, ante este palmario fracaso los distintos gobiernos del Estado siguen alegando que continúan en el proceso de implementación gradual de los mandatos constitucionales en materia social. Lo cual, pone de manifiesto la débil responsabilidad democrática de las políticas institucionales.
Más aun cuando la actual carta Magna establece que "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Que, visto lo visto, es considerada por nuestros representantes en las Administraciones una soberanía, más bien, limitada o simplemente formal. De hecho, en la capacidad de atender a las necesidades y de resolver las problemáticas generales la crisis de la democracia representativa en España es ya innegable, pues lleva mucho tiempo procediendo a la normalización del vaciado de los contenidos de la Ley Suprema y no siendo más que una oligarquía electiva al servicio de las élites de poder del Estado.
Para la ciudadanía la mejor manera de rescatar las aspiraciones que alentaban la recuperación de la democracia es avanzar en participación, deliberación y apertura democráticas. Se precisa una regeneración democrática para hacer más transparentes y accesibles los procesos