El régimen de Bachar al Asad ha sido derrocado por la fuerza fulminante de grupos rebeldes que han acabado tomando Damasco y el palacio presidencial. Una caída que pone fin a la Primavera Árabe en Siria 13 años después, cerrando así un capítulo sangriento y abre otro, el de la reconciliación de este gran país, por su historia y su cultura, a la normalidad.
La familia al-Assad, desde hace ya 50 años, siempre ha confiado en Rusia por principio y, más tarde, en Irán tras la revolución chiita por connivencia; senda que Argelia está siguiendo, aunque con peores parámetros de partida.
En efecto, la caída de Bachar era predecible, ya que la salud política y militar de sus socios lo presagiaba. Rusia e Irán no han resistido el desgaste de sus contiendas en Ucrania y las de Hezbolá en Líbano y Gaza, respectivamente. Consciente de ello, Netanyahu, haciendo de las suyas, ha roto unilateralmente el acuerdo de Separación con Siria, invadiendo su territorio y amenazando su transición.
Por otro lado, la caída de al-Assad tiene origen en sus socios, Rusia e Irán. Putin ha tenido serias dificultades para reclutar militares, además de la falta de munición y la dificultad en encontrarla debido al embargo que había disminuido sus capacidades productivas en materia bélica. Más allá de las amenazas nucleares, Rusia es consciente de tales limitaciones ante tanto frente abierto y tan costoso que pone en riesgo su propia supervivencia.
Por su parte, Irán país nada resiliente, ha sido incapaz de proveer a su socio Rusia drones y cohetes que necesitaba para sí y para la lucha de Hezbolá contra su enemigo Israel. De hecho, los más de 10 mil lanzados al cielo de Israel fueron interceptados en el aire por la “cúpula de hierro”, salvo excepciones que tampoco han provocado importantes daños materiales o personales comparado con los más de 60 mil víctimas y desaparecidos en Gaza y en Líbano.
Rusia e Irán sostuvieron a al-Assad hasta donde han podido, sin sacrificarse más de lo sostenible ante la negativa de Bachar de negociar la paz y la reconciliación, de restablecer el orden aglutinando las distintas facciones bajo una junta constituyente con el fin de generar confianza, crear un clima propicio para la celebración de elecciones presidenciales, en igualdad de condiciones, bajo auspicios de la ONU.
Así, los primeros perdedores de la guerra de Siria son Rusia e Irán; dejaron caer a al-Assad por impotencia, obligados a replegarse en sus propias contiendas. Al tiempo mostraron sus manifiestas debilidades en sus relaciones internacionales para mantener su influencia en la región.
La caída del régimen de al-Assad, justo con la llegada de Trump a la Casa Blanca, marcará un hito histórico que transformará Oriente Medio; cambiará sin duda la geopolítica de la región y del más allá. De hecho, Irán ya está en alerta interna. Y, además, pone en jaque a Túnez, cuna de la Primavera Árabe, donde el presidente plenipotenciario Kais Saeid ha devuelto la dictadura de Ben Alí al país y a Argelia por su deriva militarista y su alineamiento con Irán y Hezbolá.
Dos dictaduras al norte de África y al sur de Europa, Argelia y Túnez, fanfarronas donde las haya, cuyos dirigentes parecen unos temerosos tigres de bengala, pero que en realidad son unos cobardes a la hora de afrontar sus responsabilidades políticas, y optarían sin lugar a dudas por salir corriendo, como Bashar al-Assad, con el rabo entre las piernas en dirección a Moscú.
Argelia comparte con Siria el espíritu militarista, la falta de libertades, la represión de la prensa, de opositores, la injusticia social y la falta de proyecto de Estado; aunque lo peor de la Junta militar argelina es el subdesarrollo en el que se encuentra la economía y las instituciones de un país exportador de hidrocarburos, su inestabilidad política y social que supone una amenaza permanente al régimen y el descrédito mundial del que goza el país lo convierte en presa fácil; todo ello constituye un perfecto caldo de cultivo para una implosión.
La Junta militar argelina y su presidente títere Tebboune están sobre la senda de Siria. Es bueno recordar que el problema argelino es mucho más grave; país atrapado todavía por principios revolucionarios de un comunismo trasnochado e ilusorio, cuyas cunas, Rusia y China, ni lo practican. Ahora bien, del comunismo sólo queda el autoritarismo y sus conspiraciones que Argelia practica con maestría.
Y, al igual que Irán que apadrina grupos armados, Argelia juega a desestabilizar la región albergando, alimentando y armando facciones en el Sahel y echando las milicias polisarias contra Marruecos con fines expansionistas, dedicando para ello un enorme presupuesto bélico que ha empobrecido y destruido un país ya de por sí improductivo.
Como aliados, Argelia al igual que Siria, tiene a Rusia, proveedor de armas y a Irán sostén demagógico y, últimamente, también religioso por la proliferación del chiismo en el país. Putin podría intentar recuperar algo de hegemonía en el Norte de África, como en los tiempos del soviet, e Irán podría hacer lo mismo recobrando su yihadismo, replegándose ambos en Argelia y en su particular conflicto con Marruecos además del Sahel.
El derrocamiento de al-Assad ha mostrado el largo proceso de lucha por la democracia y por los derechos humanos en el seno de regímenes dictatoriales que las sociedades de hoy, en la era de la inteligencia artificial del siglo XXI, están dispuestas a emprender.
En consecuencia, las similitudes de Argelia y de Siria son innegables; y la caída de al-Assad debe ser una lección sobre el diálogo político, la cooperación, el progreso económico y social de los pueblos y entre los pueblos; es decir, justo lo que necesita Argelia para salir del atolladero en el que está hundida, evitando con ello un final similar.