A pesar de algunas caídas a las que he tenido que enfrentarme en los últimos tiempos, que me recuerdan los peores insultos dedicados a los malos custodios de las aceras públicas, no he aprendido a caminar mirando el suelo.
Por el contrario, cada vez me convenzo más que los horizontes, los puntos de atención más importantes, están arriba, más allá de las propias narices, donde habitan las nubes, la arquitectura, la fronda de los árboles y también, escondidos, hitos a señalar.
Quizás por eso, hace pocos días tropecé, en el mejor sentido de la palabra, con una placa de bronce que me pareció pequeña para los méritos que señalaba. “En esta casa, panadería de D. Eusebio Hervías, se custodió el archivo del monasterio de Yuso desde 1835 hasta 1884. Don Eusebio y su hijo político D. Damián Aguirre lo entregaron a Fray Toribio Minguella, procurador general de la Orden de Agustinos Recoletos, misioneros en Filipinas. 19 de diciembre de 1884."
Estaba lejos de casa, paseando con una amiga por un lugar de una belleza inaudita, con ríos, valles y un pasado tan rico que haría enmudecer al de algunas capitales presuntuosas.
Por supuesto, no sabía quién era D. Eusebio Hervías, descubrir su nombre fue una propina bonita, colofón a una jornada de esas que se recuerdan para toda la vida, iniciada temprano, para llegar a tiempo a las visitas, guiadas por expertos, de los monasterios de Suso y Yuso.
San Millán de la Cogolla, el pueblo del que hablo, tenía guardadas más sorpresas en forma de "anuncios", como por ejemplo otro, señalando la casa natal de María de la O. Lejárraga.
De ella tendremos que ocuparnos, en otro momento, también de las maravillas catalogadas como Patrimonio de la Humanidad, monasterios donde se alumbraron, por primera vez, escritos de palabras con significados en el idioma castellano.
Precisamente ese era el motivo por el que habíamos llegado hasta allí, empujados por las querencias hacia el habla que nos vincula, nos enseña, nos hace mejores. Siguiendo los pasos de San Millán, de Gonzalo de Berceo y tras apreciar los tesoros de las letras que se custodian, después de escuchar hablar de milagros, de las "Glosas Emilianensis", de la trascendencia de monjes anónimos, nos quedamos paseando por el pueblo vacío.
En la calle Mayor, en una fachada de piedra y vigas de madera centenarias, estaba la referencia a la antigua panadería de los dos vecinos ilustres, sin pretensión de serlo. No necesité imaginar mucho para trasladarme a otros siglos, a tiempos de peligros y tribulaciones, cuando todo parecía desmoronarse y una familia buena entendió que debía hacer algo.
De los tres nombres que se exponen en el metal, solo uno, Fray Toribio de Minguella, consiguió reconocimiento, apareciendo su nombre en múltiples tesis y trabajos académicos, justificando su enorme papel en la vida cultural española.
Gracias a él, muchos monasterios que habían sido abandonados por la fuerza de las leyes de Mendizábal volvieron a poblarse de frailes, transformando centros derruidos o a punto de estarlos, en obras que hoy destacan de manera especial.
Sus esfuerzos consiguieron difundir la relevancia de antiguos testimonios, a recuperar libros imprescindibles y multiplicar el conocimiento.
De Fray Toribio se conoce su prodigiosa formación, lo que hizo con la gramática del idioma tagalo cuando estuvo destinado en Filipinas, que lo convirtieron en una especie de Nebrija para ellos, de las obras monumentales en múltiples instituciones.
En cambio, de Eusebio y Damián, piezas fundamentales durante 49 años para que lo anterior fuese posible, nada, o nada para mí, por mucho que indagué y rebusqué en enciclopedias de papel, digitales o en el propio Ayuntamiento de San Millán de la Cogolla, en el que una interlocutora prometió que se ilustraría para luego poder ilustrarme.
Ya en casa, y con la amenaza en el horizonte del plazo para entregar a la redacción este artículo, decidí encomendar mi suerte al recurso del litio sofisticado, de la inteligencia artificial.
Como si me estuviesen esperando, no en una aplicación, sino en tres, me respondieron con datos imprecisos, renovando ofrecimientos ante cada fracaso: “¿Hay algo más que pueda hacer para ayudarte con esta solicitud?”
Por supuesto que había algo más, pero no conseguían apartarse del delirio para concluir nada con sensatez, terminando por mezclar la panadería de Eusebio y su yerno Damián con los productos horneados del convento, la posible rivalidad comercial surgida entre ellos y los dulces locales.
Abandoné las teorías más peregrinas de las redes supuestamente sabias, capaces de confundir verdades con mentiras, empirismo con inventos sin demostración, eso sí, liberándose de las responsabilidades, advirtiendo, con letras pequeñas, que aquello que aseguran es inseguro.
A pesar de no encontrar los laureles de la notoriedad por ninguna parte, ¿no estaría nuestro agradecimiento ya consolidado?
Me conformé pensando que, cuando Jorge Luis Borges plasmó en el último verso de su poema “Los justos” : “... esas personas, que se ignoran, están salvando al mundo”, estaba pensando en ellos.