Cuando escribo estas líneas la cifra oficial supera los doscientos muertos, pero todos sabemos que no es real por la cantidad de personas que permanecen desaparecidas. Las tormentas descomunales que descargaron esta semana sobre Valencia y Castilla-La Mancha nos dejan sumidos en el estupor ante la magnitud de un drama cuyas consecuencias arrastraremos durante años.
Nos agarramos como podemos a los testimonios de supervivencia y a las historias de solidaridad entre personas que lo han perdido todo, incluso a seres queridos. Necesitamos esos relatos para mitigar el espanto que nos producen las imágenes de la devastación, y también para paliar el miedo. Me podía haber sucedido a mí, o a mi hija, o a mi padre. Yo podía haber estado en ese coche, en esa planta baja, en ese centro comercial…
Sorprende que en mitad de semejante tragedia consiga salir a la superficie la bajeza humana. Hay personas que han tenido que hacer guardia durante noches ante sus casas o sus negocios para evitar el saqueo de sus pertenencias. Cuesta entender ese pillaje nocturno cuando de día se están buscando cuerpos bajo el fango, y más aún en localidades pequeñas donde todo el mundo se conoce. Hay decenas de detenidos. Esta es la ciénaga moral en la que chapotea una minoría.
Es interesante analizar la psique de alguien que consigue abstraerse de todo el dolor que le rodea para llevarse un televisor que no es suyo, unas joyas o un ordenador. Supongo que piensa que nadie se va a enterar, pero si le pillan su plan B pasa por la indiferencia. Al margen de la responsabilidad penal, le da igual lo que piensen los demás. Quedará como un carroñero desalmado, pero quizá se lleve unos altavoces cojonudos, un reloj o una bicicleta de gama alta. O peor aún, unas simples botellas de whisky. Cuando se normaliza este menfotismo, o sea, que te la suda todo, llega la decadencia de las sociedades porque colapsa el sistema de valores que permite una mínima convivencia.
La democracia es un régimen de opinión pública. En muchos casos no es fácil concretar esa opinión colectiva sobre los asuntos de interés general, pero en ciertos temas hay un consenso amplio. Citemos un ejemplo que genera casi unanimidad: los muertos se respetan. Por eso es difícil explicar lo sucedido el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados sin ponerse colorado.
La Mesa decidió suspender el Pleno de control al gobierno porque en el momento que se iniciaba ya íbamos por cincuenta cadáveres. Supongo que a sus señorías les sobrevino un atisbo de pudor a la hora de enzarzarse con el tono bronco y desabrido al que nos tienen acostumbrados. Debieron pensar que esa mañana España no estaba para soportar semejante espectáculo. Sin embargo, la mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno mantuvo el Pleno extraordinario para convalidar el decreto que certifica el asalto obsceno del sanchismo a la televisión pública.
Me consta que hubo periodistas entusiastas del gobierno que no sabían dónde mirar y diputados de izquierdas que votaron avergonzados, pero votaron. Los valencianos de Compromís se largaron, porque a ver cómo iban ellos a volver para dar el pésame a las familias de las víctimas sin que los echaran del funeral. A diferencia de los saqueadores en Utiel o Aldaia, estos representantes de la soberanía nacional, o sea, también de los que no les votaron, no esperaban que su vileza pasara desapercibida. Supongo que por eso algunos sintieron bochorno. Pero su plan B era el mismo que el de los bandidos en la tragedia: les daba igual lo que pensaran de ellos.
Debería preocuparnos más el nivel de degradación moral que está alcanzando la vida política en España. Me refiero a evitar normalizar comportamientos impresentables. Y si hablo de moral hablo de individuos, no de partidos ni instituciones, porque la moral pertenece a la esfera individual, no a la colectiva. Con centenares de muertos esperando para ingresar en la morgue por una catástrofe natural, que te importe la opinión de los demás es algo imprescindible y que va mucho más allá de que te importe su voto.
Hemos leído que “los diputados no estamos para achicar agua”. Y también que “si las empresas no paran tampoco debe parar el Congreso”. Esto último lo ha dicho el portavoz socialista Patxi López olvidando dos cosas: la primera, que el Congreso sí paró en la parte que resultaba más incómoda para el gobierno, la sesión de control. Y la segunda, que si el Congreso fuera una empresa a un tipo con sus luces no lo contratarían ni para llevar los cafés. Uno se resiste a escribir que los políticos son el reflejo de la sociedad que los vota, o al revés, que la sociedad es el espejo de sus gobernantes, pero hay días que la realidad nos pone difícil no pensarlo.