Soñé que estaba sumergido en una situación tan real que no parecía un sueño, y que me comenzaba a asfixiar por culpa del cortisol, esa hormona entre química y mágica, hija del estrés, que viaja por la sangre revolucionando todo lo que toca, incluso a los pelos, a los que pone de punta.
No estaba solo, e intentaba, con gran empeño, que mi estado de alarma no me denunciase.
Frente a mí, en una estancia estrecha donde apenas cabíamos dos personas, estaba Donald Trump.
No podía ocultar su desprecio, me miraba con sorna, enorme, mayestática, como si perteneciésemos a especies diferentes, y la suya fuese más evolucionada.
Me pareció mucho más pequeño de lo que era, excepto su cabeza, enorme, que me llamó la atención por su volumetría y la presunta incapacidad para abrigar reflexiones.
Nada más llegar, se estableció entre ambos una disputa de poder, en la que mi conciencia me pedía resistir su visita, justificada, porque yo, ciudadano de Pensilvania, tenía la llave definitiva en las elecciones del 5 de noviembre.
Acostumbrado a mandar y a ser obedecido, ni siquiera me saludó. No me costó trabajo entenderlo, porque todas las palabras que salían de su boca eran rodeadas por una especie de globo, como en las historietas, que las iba traduciendo para hacerlas inteligibles.
Más que un discurso, lo que decía, acompañándose de muecas, parecía una proclama dirigida a un auditorio multitudinario. Aunque su mirada, fija, apuntaba a mis ojos, los míos iban más allá, hacia el interior de su tremenda cabezota, con el objeto de acceder a su contenido.
Me sentía con tantos superpoderes que conseguí atravesar piel, músculos, incluso el cráneo, para, una vez dentro de su centro de mando, analizarlo con minuciosidad.
No me significó ningún esfuerzo el estudio, porque el interior mostraba zonas huecas, como si el vacío se hubiese instalado entre sus meninges. Sorprendía que otras regiones, reservadas a almacenar los malos pensamientos, apareciesen congestionadas.
Por contraste, otro hemisferio, custodio de memorias inconfesables, remordimientos, traiciones y mentiras canallas, estaba saludablemente limpio, como si minutos antes, con capacidad inaudita, hubiese sido intervenidos por una cuadrilla de higiene neuronal dedicada al reciclaje de infamias.
Un grito me distrajo de la observación: “¡Hey you!”, seguido de una prédica muy fea.
El resumen de su exposición fue que tenía que votarlo, no solo yo, también mis lectores de Pensilvania, para que él recuperase la presidencia y yo conservase algo que me interesaba conservar.
Intenté explicarle que mi influencia era limitada, restringida a personas amigas y allegados, pero no hubo forma. Dijo que mis artículos se leían también en Georgia, Michigan y Wisconsin, estados fundamentales en la disputa, así que volvió a chillar. “¡Escribe!, voy a dictar”
No sé de dónde saqué el coraje, seguramente porque estaba dormido, pero al segundo insulto lo interrumpí, alegando que no iba a pedir el voto para él. Si acaso, la elegida sería Kamala Harris.
Se puso como un demonio y, sin saber cómo, transformó su dedo acusador en un bolígrafo y me lo lanzó a la cara, insistiendo: “¡Escribe!"
Su mala puntería alentó mi defensa, también el canto. Me despaché con versiones de Taylor Swift, Beyoncé y Jennifer López, porque sabía que las odiaba y gritos melódicos con el número 34. Lo convertí en estribillo, 34, 34, 34, insistiendo, como si fuese un coro de loros de Nebraska.
¡Sí, 34! ¿Cómo se atrevía a presentarse para el cargo más importante del mundo, siendo culpable de 34 delitos graves? ¡Venga a falsificar cuentas, defraudar, encubrir escándalos sexuales, ¡menudo candidato!
Por suerte, algo sucedió con el traductor automático y no me enteré de lo que parecían ofensas terribles. Trump cambió de color, de dorado a rojo, de rubio a morado, explotándole la ira en las yugulares, que se transformaron en cuerdas gordas, tensas, ideales para ahorcarme.
Envalentonado, le recordé las causas por los intentos de cambiar los resultados de las elecciones en Georgia, las exigencias mafiosas a su vicepresidente, el "encochinamiento" con los papeles secretos, los negros, las mujeres, los inmigrantes, los pobres, los homosexuales, los que se vacunan, los enemigos de las armas, los que apuestan por la paz, los ambientalistas...
No pude continuar con la retahíla. Sus manos, tersas, tratadas por manicuras expertas, y, en principio, poco acostumbradas a los esfuerzos, se transformaron en pinzas portentosas alrededor de mi cuello.
Antes de desfallecer, la falta de oxígeno me iluminó el texto que a la postre conseguiría salvaguardar la libertad de prensa, cosa que no intentaron el Washington Post, ni Los Angeles Times, que censuraron los editoriales aconsejando el voto por la demócrata Kamala Harris.
Su victoria, la de ella, podría conseguirse con una carta a los ciudadanos de los siete estados indecisos.
Al no encontrar un mensaje eficaz, me limité a una simple enumeración, que incluía un ruego perentorio. “Atentos en Pensilvania, Georgia, Carolina del Norte, Michigan, Wisconsin, Nevada y Arizona. ¡No se les ocurra! ¡No conviertan sueños en una fábrica de pesadillas! Eso es lo que ha prometido Donald Trump.”
Se los dice alguien que todavía no se ha despertado del susto.