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El contrato de Rousseau

Por Julio Fajardo Sánchez
martes 08 de octubre de 2024, 21:26h

Violar un contrato es incumplir cualquiera de sus clausulas. Es un asunto reclamable ante los tribunales, pero ahora parece que se puede hacer si, como decía Cervantes, donde hay fuerza de hecho se pierde cualquier derecho. El engaño se ha convertido en una práctica habitual y hasta se sospecha que existen tribunales corruptos que avalan la mentira. El caso de las elecciones venezolanas es un ejemplo de que las reglas se quebrantan si el que ostenta el poder se decide a hacerlo.

Hay una excusa que invade el ambiente político, un nuevo catecismo que inspira y justifica el comportamiento de cierta izquierda, que consagra como primer riesgo evitar el que gobiernen sus opositores y, en ese principio perverso, basan la legitimidad de todo lo que ejecutan. El argumento de Maduro es impedir que gobiernen los fascistas. Para eso nada más sencillo que endilgarle ese apelativo a cada organización política que intente arrebatarle el poder en las urnas.

Esto parece contagiarse y lo vemos con frecuencia en actitudes de la llamada nueva política. Es tal su efecto de credibilidad que pronto surgen masas militantes capaces de creer que la razón, planteada en estos términos, les ampara. Jurar unos principios constitucionales es equivalente a comprometerse con las estipulaciones de un contrato; algo parecido a lo contemplado en el Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau. Estos principios están empezando a dejar de tener valor y fehaciencia en los tiempos que corren. Ya no vale lo dicho, ni lo pactado, ni lo prometido, porque se inventa un valor sacrosanto que hay que defender por encima del resto de los compromisos, llamemos racionales.

La democracia se tambalea cuando se ponen en práctica estos métodos, y además, cuando la conveniencia hace que otros, también denominados demócratas, los amparen y los protejan. Estos asuntos están contaminando el mundo cercano, a la vez que se acercan peligrosamente al ejercicio de las libertades en nuestro país. Volvemos a lo mismo de siempre: a que la libertad tiene dos caras, depende de quien la exija y la ejecute. El marxismo denomina libertad a lo que los regímenes no totalitarios afirman que es la carencia absoluta de ella. Son dos formas de verlo. Pero, aunque esto sea así, debería existir un baremo para valorar en qué lado está la corrección.

¿Quién es la víctima y quién el verdugo a la hora de quebrar los fundamentos de la convivencia? ¿Quién empezó primero? ¿Quién tiene el beneplácito de ser enjuiciado como alguien que exige el cumplimiento de sus derechos? ¿Quién es el bueno y quién el malo en este juego? No lo sabemos, porque todo deviene según convenga, y hoy estaré alineado con quien se salta las leyes a la torera de manera flagrante y mañana lo estaré con quien las cumple. Mientras tanto seguiremos adiestrando a los nuestros para que el odio sea el único patrón a la hora de dirimir nuestras diferencias.

Cualquier asunto es malo o es bueno en función de los efectos que tenga para mi confort personal. Entonces Maduro dirá que los imperios capitalistas mataron a Jesucristo, y callaremos si con eso quiere decir que todo lo que venga que no sea él será una catástrofe. Hay muchos que le siguen el juego y se quejan de que una mayoría de ciudadanos sospeche que terminarán haciendo lo mismo que él.

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