Estoy recostado boca arriba en el césped. El frío del suelo traspasa la delgada tela de mi ropa, pero no me importa. Bocanadas intermitentes de aire fresco, mezcladas con gotas esparcidas por el viento, chocan contra mi cara, como si la naturaleza quisiera darme un respiro, una caricia en medio de este momento de introspección. Observo el cielo, donde las nubes se mueven a un ritmo pausado, indiferentes al caos emocional que llevo dentro. Es curioso cómo el mundo sigue girando mientras, para mí, todo parece detenerse.
Estoy pensando en la decisión que me vi obligado a tomar hace unos minutos. No me siento triste, al menos no de la forma en que uno lo esperaría tras el final de una relación. Quizá desconcertado y frustrado sean las palabras adecuadas. No es que no me sintiera bien en esa relación, al contrario, me sentía cómodo, acompañado. Pero, como todo en esta vida, vi que la conexión que alguna vez fue fuerte empezó a enfriarse, como el mismo viento que ahora me roza el rostro. Hay quienes prefieren dejar que las cosas sigan su curso, incluso cuando saben que el final es inevitable. Yo no soy uno de ellos.
Siempre he creído que anticiparse a los finales es una forma de control, un modo de evitar el sufrimiento que trae el colapso natural de lo que una vez fue sólido. En este caso, me anticipé. Corté por lo sano, antes de que la situación se deteriorara más, antes de que los silencios incómodos se volvieran la norma y la indiferencia tomara el lugar de la cercanía que alguna vez compartimos. Pero ahora, recostado aquí, mirando el cielo, me pregunto si realmente fue la mejor decisión.
¿Acaso el miedo al sufrimiento me impide vivir las experiencias en su totalidad? Al tomar decisiones para evitar el dolor, ¿me estoy también privando del crecimiento, del aprendizaje que trae consigo el enfrentar los momentos difíciles? Terminar una relación porque el fuego inicial se apagó, ¿es una forma de huir del reto que supone reavivarlo? No puedo evitar preguntarme si, al intentar protegerme, en realidad me estoy aislando.
A veces me pregunto si, al anticipar los finales, estoy perdiendo la oportunidad de vivir lo que está entre el inicio y el final. Las relaciones, como todo en la vida, son ciclos. Hay momentos de intensidad, pero también hay fases de calma, de rutina. Y tal vez sea precisamente en esos momentos de aparente frialdad donde se pone a prueba la verdadera naturaleza del vínculo. Pero yo no lo sabré, porque, una vez más, me he adelantado. Tal vez no era el final real, sino solo una fase de transición que decidí cortar antes de tiempo.
El viento sigue acariciando mi rostro, y el olor a césped fresco me recuerda que estoy aquí, ahora, en el presente. Tal vez no haya respuestas definitivas para mis preguntas. Quizá lo único que puedo hacer es aceptar que, en mi afán por evitar el dolor, también estoy construyendo mi propia soledad. Tal vez el verdadero reto no sea evitar los finales, sino aprender a caminar a través de ellos, a sentir el dolor y seguir adelante, sin que el miedo a sufrir determine mis decisiones.
Por ahora, lo único que puedo hacer es seguir mirando el cielo, dejar que el viento juegue con mis pensamientos, y permitirme sentir esta mezcla de desconcierto y frustración, sabiendo que, como todo, también pasará.
Ya saben en derrota transitoria pero nunca en doma