Hace unos cuantos años me llevé una reprimenda dialéctica de don Felipe Fernández -y con toda razón- por apelar al optimismo como actitud fundamental. En muchas ocasiones la pesimista actitud de que “esto no va a servir para nada” paralizaba -a mi juicio- cualquier iniciativa creativa. Y yo, supongo que con la inmadurez de la edad, suponía que era preferible el optimismo que el pesimismo. Tal vez hubiera sido mejor apelar al equilibrio realista y evitar la lluvia de aquella paternal corrección. El tiempo también es aliado del aprendizaje porque nos hace sentir en carne propia lo que los conceptos solo teorizan. Lo real es siempre concreto. Y aquella corrección fue concreta y real.
No es lo mismo el optimismo que la esperanza. Ambas actitudes miran al futuro, pero de maneras diferentes. El optimismo nos hace decir que todo saldrá bien. Si fuera verdad que todo lo que sucederá saldrá bien, el optimismo sería la mejor opción. Pero no todo saldrá bien para nosotros. Y no es por pecar de pesimista, que sería la actitud contraria, sino por un sano realismo que sabe que las cosas son como son. Por otra parte, la esperanza nos muestra que otro discurso es posible: todo lo que suceda, positiva o negativamente, tendrá sentido. Este sería el discurso de la esperanza. Lo que significa que la esperanza hay que buscarla y alcanzarla. No surge espontáneamente; hay que descubrir si existen o no motivos para la esperanza. Hay que descubrir ese fundamento de lo real que da sentido al presente y al futuro. Eso es esperanza y, para los creyentes, es virtud teologal. Lo que suceda tendrá sentido.
¿Y para qué sirve la esperanza -dirían algunos- en esta realidad social tan arrugada por un futuro incierto? Esta misma pregunta que nos podemos hacer, nos muestra una de las notas distintivas de la cultura dominante: el presentismo. Sospechamos de lo que nos puedan decir del pasado y consideramos inútil pensar en el futuro. Nos queda el presente que es lo único que está cierto delante -si se puede decir así- de nosotros. Lo único que tenemos. Hemos empobrecido nuestra temporalidad olvidando las raíces y negándonos a florecer. Y, si no hay espacio para el pasado y el futuro, el presente es muy estrecho. ¿Quién asume sacrificio alguno en el presente si no imagina que esa semilla haga fruto más adelante? La esperanza no solo mira al futuro, sino que mira el presente descubriendo su sentido. Y tiene sentido porque viene de allá y avanza hasta allí. Hay dirección en su marcha. No es un bala perdida, sino una flecha con dirección y trayecto.
Estos días he tenido una profunda experiencia de sentido. Por tanto, de esperanza. He podido experimentar que todo tiene sentido. Imagínense que he escuchado hablar de la Paz en el corazón de los Balcanes. He cruzado el puente de piedra de Mostar que separa oriente y occidente contemplando la vieja catedral Ortodoxa rodeada de cipreses del cementerio, las doce mezquitas de la rivera norte y los 107 metros de la torre de la Iglesia de los Franciscanos al otro lado del río. Es lógico que a la madre de Jesús allí se le llame la Reina de la Paz. El doloroso pasado de aquel lugar -envuelto en sangre y dolor- da sentido a su presente y pone esperanza a su futuro.
La esperanza siempre supondrá aceptar cruzar el puente de un río y alcanzar la orilla otra.