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Peloteras

Por José Manuel Barquero
domingo 18 de agosto de 2024, 08:00h

Unos Juegos Olímpicos presenciados por millones de personas en directo, y por miles de millones por televisión, dejan un sinfín de imágenes para el recuerdo. Cada uno elige las suyas, pero tengo para mi que una mayoría de espectadores se queda con aquellas que no tienen que ver directamente con el éxito o el fracaso en la competición. Los portadores de la llama olímpica, la actuación del cantante favorito, los famosos en las gradas, los fuegos artificiales, una lesión grave… todo eso y más han sido los Juegos de París. El espectáculo alrededor del deporte es tan apabullante que en ocasiones uno tiene la sensación que el deporte pasa a un segundo plano.

No les quiero engañar, esta columna va de sexo. Femke Bol es una chica holandesa que en la final del relevo 4x400 mixto nos regaló 50 segundos memorables en la última posta. Remontó desde el cuarto al primer puesto para darle la medalla de oro a Países Bajos. Lo hizo con una zancada técnicamente impecable, elegante y poderosa, llevando en cada impulso los talones a sus glúteos y ayudándose con un braceo perfecto. La aceleración en sus últimos 50 metros fue algo portentoso y emocionante al mismo tiempo.

La ucraniana Yaroslava Mahuchikh también se llevó el oro olímpico en salto de altura, aunque no pudo batir su propio récord mundial de 2’10 metros. Es una marca 35 centímetros inferior al récord del mundo masculino que ostenta el cubano Javier Sotomayor, pero la plasticidad de la ucraniana en carrera, la coordinación de su batida, la elasticidad de su cuerpo combándose para superar el listón, forman una estampa formidable para cualquier amante del deporte, o simplemente de la estética.

La razón por la que el atletismo femenino es tan atractivo para el gran público es que, en la mayoría de pruebas, no presenta grandes diferencias técnicas con el masculino. Ver correr en una final olímpica de los 100 metros lisos a seis mujeres por debajo de once segundos es una exhibición que nada tiene que envidiar a la prueba masculina, que finaliza unas décimas más rápido. Lo mismo cabría decir de la natación, una disciplina donde la técnica cuenta tanto o más que la fuerza, y en la que la morfología de las mujeres les otorga una mayor flotabilidad.

Otro tanto sucede en el tenis. Muy pocas chicas son capaces de servir a 200 kilómetros por hora, pero abundan las jugadoras agresivas que despliegan una gran variedad táctica de golpes, con cambios de alturas, efectos y velocidad de bola. Hay mujeres tenistas capaces de abrir ángulos imposibles gracias al juego de muñeca, y esto es una delicia para el espectador. Además, el tenis femenino se ha vuelto mucho más físico en los últimos años, más potente, más veloz y más ágil en la red. Por eso el público paga una pasta por verlas competir en directo, y las televisiones ofrecen millonadas por los derechos para retransmitir los grandes torneos

No me olvido de los deportes de equipo. El waterpolo masculino es disciplina olímpica desde 1900. El femenino lo incorporaron con cien años de retraso, en los Juegos de Sidney. Es cierto que hace años existían diferencias abismales entre el juego de chicos y chicas, pero hoy se ha igualado muchísimo el nivel técnico y el ritmo de los partidos. Los que ha disputado en París la selección española femenina hasta alcanzar el oro olímpico han sido espectaculares. Y qué decir del baloncesto 3x3, una nueva modalidad olímpica cuyas reglas provocan una competición vibrante, divertida e intensa, sean hombres o mujeres los que lanzan a canasta.

Todo esto debería ser suficiente para que nadie me llame machirulo, rancio o pollavieja por escribir que, a pesar de sus progresos, el fútbol femenino continúa a años luz del masculino. Por supuesto que no me refiero a las diferencias en fuerza y velocidad, que como he explicado se dan en otras disciplinas por cuestiones simplemente biológicas. Numerosas futbolistas de “élite” precisan de tres toques para controlar un balón, muestran una deficiente coordinación de movimientos con el tren inferior, fallan a menudo en la toma de decisiones, tanto en pases como en movimientos ofensivos y defensivos, ejecutan con lentitud e imprecisión gestos técnicos básicos… A vista de pájaro, un partido de fútbol femenino se disputa en una superficie tan reducida del terreno de juego como uno de infantiles o cadetes, porque prácticamente nadie es capaz de desplazar el balón treinta metros en un solo toque.

He dicho numerosas futbolistas, no todas. El mejor ejemplo de esas diferencias lo encontramos en la selección española, donde dos jugadoras, Putellas y Bonmatí, exhiben unos gestos técnicos exquisitos. El resto juega a otra cosa. Ver el golpeo de balón con la pierna izquierda de algunas de sus compañeras diestras provoca sonrojo, sobre todo al escuchar sus declaraciones en plan megaestrellas del fútbol mundial.

Pero hay algo aún más vergonzante. Siendo este análisis evidente para cualquier aficionado que lleve años viendo fútbol profesional, ni uno solo de los y las periodistas deportivas más influyentes de este país es capaz de verbalizarlo en público. En las narraciones de los partidos masculinos es brutal la crueldad de algunos comentarios cuando los jugadores fallan en acciones decisivas. Cuando son ellas las que la pifian se observa una prudencia aristotélica a la hora de emplear calificativos. Nadie se atreve a gritar que la mayoría de las reinas corren técnicamente desnudas por el campo.

Estas son las consecuencias de intentar convertir un deporte en el ariete del feminismo radical, o peor aún, de una ideología de género. Flaco favor le hace a las jugadoras este periodismo sometido a lo políticamente correcto, en el que nadie está dispuesto a decirle a una chica que va de diva que salta de cabeza con los ojos cerrados, o que le pega fatal a la pelota con el interior. Van de peloteras reivindicando el tiki taka, cuando en realidad su tendencia a la bronca y la polémica las convierte en expertas en peloteras. Y eso cansa.

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