Hace unos días se produjo un considerable caos en aeropuertos de todo el mundo, que generó miles de vuelos cancelados, decenas de miles de retrasos y millones de personas afectadas. El motivo fue un fallo en un sistema de seguridad que produjo la caída en cadena de Microsoft en millones de ordenadores en todo el orbe, afectando en especial a los sistemas operativos de gestión de aeropuertos y compañías de aviación, pero también bancos, sistemas sanitarios (lo que es más preocupante) y otras muchas actividades, como sistemas de pago, Bizum por ejemplo, universidades, centros de investigación, etc. Y no sabemos, porque no lo han hecho público, ni lo harán, si también se vieron afectados cuerpos de seguridad, policías, ejércitos, o agencias de inteligencia.
La literatura, el cine y las series de televisión abundan en productos que parten de situaciones similares para introducirnos en escenarios postapocalípticos, en los que la humanidad se sume en el caos y se produce una inevitable decadencia de la civilización, de mayor o menor abasto, llegando incluso a nuestra desaparición como especie, o a un retroceso a la edad de piedra. Sin necesidad de llegar a esos extremos, episodios como el de hace unos días deberían servir como aviso de la enorme vulnerabilidad de nuestra sociedad actual. Dependemos, probablemente en exceso, de la energía y de la tecnología, sobre todo de la informática, hasta el punto de que una caída, aunque parcial, de la red eléctrica o de la red de comunicaciones puede provocar una cadena de eventos catastróficos de carácter local, regional o mundial, que provoquen daños materiales, incluso humanos de enorme consideración.
En la circunstancia de un siniestro de ámbito planetario algunos humanos seguirían con sus vidas sin inmutarse. Los andamaneses de la isla Sentinel, algunas tribus no contactadas o que viven aisladas en Filipinas, algunos papús de Nueva Guinea, algunos dayaks de Borneo y etnias de la Malasia continental, así como los yanomamis y otros pueblos de la selva amazónica, incluso unos pocos pueblos africanos que aun siguen su estilo de vida tradicional. Todos ellos continuarían con su vida diaria sin problemas, a no ser que la catástrofe incluya la contaminación masiva del planeta (química, radioactiva, o biológica), en cuyo caso nos extinguiremos todos, pero si el hundimiento es solo tecnológico, a ellos no les afectará, seguirán encontrando y extrayendo todo lo que necesitan de su entorno inmediato, con el que viven en armonía. Y aquellos de nosotros que sobrevivamos tendremos que reaprender, tendremos que volver a hacer las paces con el planeta y pagar el precio de nuestra idiotez.
Con el calentamiento del planeta llegando a pasos agigantados al punto de no retorno, asistimos al crecimiento continuo de opciones políticas populistas, otra forma de decir parafascistas, que niegan el cambio climático y se oponen a las medidas para frenarlo, aduciendo el interés de agricultores y ganaderos, a quienes puede ser que beneficien a corto plazo, si consiguen llegar a aplicar sus medidas desde puestos de gobierno, pero que se verán irremisiblemente arruinados por las nuevas condiciones ambientales. Y lo que es peor, el cambio sí afectará a las etnias que no necesitan la tecnología para sobrevivir. Los sentineleses podrían morir si mueren los corales de su atolón y con ellos desaparecen los peces de los que se alimentan. Y todos los pueblos asociados a las pluviselvas desparecerán si éstas lo hacen.
Una civilización es tanto más vulnerable cuanto más depende de la tecnología y más deterioro medioambiental provoca. Y nosotros estamos en ello.