Tuve una coxalgia a los 7 años que me obligó a estar enyesado hasta los 10. Mi pierna derecha se desarrollo menos que la izquierda a pesar de que algunos me llamen facha. No corría bien y siempre llegaba el último en las carreras alrededor de la manzana de mi casa. Me dejaban para el final a la hora de elegir a los miembros de los equipos que jugábamos al fútbol en la tierra de la plaza del Cristo, y en el patio del colegio me quedaba jugando a la rana mientras los demás se daban patadas en el centro. A pesar de todo, coleccionaba las fotos de los jugadores que venían en las cajetillas de 46. Rellenaba álbumes y recortaba las caras para pegarlas en las monedas de un penique que nos servían para jugar a las perras.
El fútbol formaba parte de nuestras vidas. Recuerdo el gol de Zarra en Maracaná, contado por Matías Prats, y todos arremolinados junto a la radio, aquella por la que el tío Pepote nos enviaba caramelos Yumbo. Siempre ha estado el fútbol ahí, para resolver un arreglo o un desarreglo. En los años de la oprobiosa se decía que era la adormidera del pueblo, pero ese tiempo acabó y los 22 jugadores estúpidos corriendo detrás de un balón continuaron enardeciendo a las masas. Algo tiene este deporte que fascina y tiene que ver con la mezcla entre la labor de conjunto y los destellos de la individualidad. En el fondo, esta mezcla tiene bastante que ver con lo que llamamos democracia.
Cuco Cerecedo escribió, en los 70, unas crónicas políticas que tenían como eje aglutinador a las técnicas de este deporte. Ahora su nombre sirve para designar al más importante premio periodístico que se otorga en España. El fútbol siempre ha sido un deporte de caballeros. Los perdedores felicitan a los ganadores y estos hacen lo posible por consolarlos. Sin embargo, hay un instinto desordenado que nos inclina a hacer de cualquier hazaña una reivindicación histórica, y esto provocó que en el 50 don Matías hablara de la pérfida Albión y hoy se llenen las redes sociales con el Peñón de Gibraltar. Es la España que embiste, de Antonio Machado, que no se puede contener. La de los chisperitos del 2 de mayo y la que gritaba en Madrid: “que nos los llevan”, cuando los franceses secuestraban a un monarca absolutista, y a su familia, en Bayona.
Ese pueblo, equivocado para algunos y símbolo del patriotismo, para otros, es el que veía ayer a Felipe VI abrazando a los jugadores en la tribuna donde se imponían las medallas y se entregaba la copa. Vendrán a Madrid y se volverán locos, aunque falte Pepe Reina para animar la jornada. Ahora le toca a los jóvenes ser los herederos de la furia. Es el tiempo de Yamal. Tuve un compañero de ese nombre en el Colegio Mayor, que era de Costa Rica. Nada que ver. No jugaba al fútbol, pero no lo hacía mal al billar en el Velódromo de la calle Muntaner. El Yamal de hoy es de Esplugas y su familia vive en Rocaforta, en Mataró. En Esplugas tenía su casa Xabier Corberó, el que tiene unos huevos en rojo y negro colgados de unos árboles de la Rambla; y al lado de Mataró está Sant Vicent del Montalt, donde vive mi amigo Emilio Machado, al que visito cada vez que voy a Barcelona. No por esto me resulta familiar este chico. Ha nacido en el mismo país que yo, Yo podía haberlo hecho en cualquier otro lugar del mundo, es mera coincidencia. Por eso, al tratarse de una cuestión de oportunidades, me parece inoportuno hablar de mestizajes y de menas. Españoles somos todos los que vivimos aquí, y con mayor razón los que meten goles para unificar a los ciudadanos dando saltos de alegría.
Al menos para mí lo son más que aquellos que intentan dividirnos.