“¡Basta de sangre y de lágrimas! No tenemos deseos de venganza, no albergamos ningún odio hacia vosotros. Nosotros, como vosotros, somos un pueblo que quiere construir un hogar, plantar un árbol, amar, vivir junto a vosotros como vecinos, con dignidad, como seres humanos, como hombres libres”. Estas fueron las palabras de Isaac Rabin en septiembre de 1993, en los jardines de la Casa Blanca, ante tres mil invitados. El primer ministro israelí las pronunció poco después de estrechar la mano de Yassir Arafat, el líder de la OLP durante su etapa terrorista más sangrienta.
Rabin iba en serio con la paz entre Israel y Palestina. Tan en serio que los judíos más radicales montaron en cólera contra él. Tanto que unos meses después de los acuerdos de Oslo un médico ultra ortodoxo, Baruch Goldstein, entró en la cueva de Makpela, en Hebrón, y abrió fuego con un fusil ametrallador asesinando a 29 musulmanes. El objetivo principal de aquel atentado no era acabar con la vida de aquellos hijos de Alá, sino hacer descarrilar el proceso de paz. Tan en serio iba Rabin que ilegalizó inmediatamente dos grupos extremistas judíos cercanos al asesino de Hebrón, y declaró: “sois una vergüenza para el sionismo y una vergüenza para el judaísmo”. ¿Es Hamás una vergüenza para el Islam? ¿escucharemos esto en boca de algún líder del mundo musulmán?
Por si aquel cartucho no era suficiente para dinamitar las negociaciones, en los meses posteriores Hamás y la Yihad Islámica también se emplearon a fondo con una sucesión de atentados indiscriminados en territorio israelí, algunos suicidas, estallando bombas en paradas de autobús, plazas públicas y edificios civiles. Los extremos no sólo se tocan, sino que se alimentan mutuamente. Por eso los partidarios en ambos bandos del “todo o nada” no iban permitir otro apretón de manos. Iba tan en serio Rabin con aquel lema de “paz por territorios” que un compatriota le metió tres tiros por la espalda. Su asesinato supuso el fin de la inocencia de una sociedad que se creía cohesionada en torno a unos valores comunes, y el comienzo de una polarización que dura hasta hoy.
De esta manera llegó Benjamin Netanyahu al poder por primera vez en 1996, tras ganar las elecciones al laborista Simón Peres, el sucesor de Rabin, gracias a los votos de una población atemorizada que se sentía desprotegida ante la barbarie de Hamás. Entonces el lema de campaña del Likud de Netanyahu fue simple y directo: “Paz con seguridad”. Han pasado casi treinta años, y me viene a la cabeza aquello de que la historia se repite, primero como tragedia, y luego como farsa. En este caso no hay farsa, sólo tragedia una vez más.
El objetivo de las atrocidades cometidas por Hamás el pasado 7 de octubre en territorio israelí era el mismo que el de la matanza de Hebrón treinta años antes, o sea, destrozar un tablero geopolítico que estaba acercando Israel a algunos de sus enemigos históricos con más peso en la zona, como Arabia Saudí. No entender esto, o peor aún, no reconocerlo, supone pedir por el megáfono en la manifa una paz fake, de boquilla. Al contrario que Isaac Rabin, significa no ir en serio.
Netanyahu ha emprendido una guerra en Gaza que está costando la vida a miles de civiles porque le da igual la opinión pública internacional, salvo que Biden se enfade de verdad. En Israel saben que no hay ninguna posibilidad de paz real, ninguna, mientras Hamás controle aquella franja. Lo acaba de decir el ministro de Exteriores británico, David Cameron. Y aunque no lo expresen con la misma rotundidad, piensan lo mismo los gobiernos de Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Austria, Países Bajos y Portugal, y también Estados Unidos, Australia, Canadá o Japón.
Por tal motivo estos países, muchos de los cuales defienden la solución de los dos estados, no han reconocido todavía el estado palestino porque no se dan las condiciones adecuadas, porque saben que en las actuales circunstancias, sin fronteras ni condiciones de seguridad definidas, aquello se convertiría en la base de operaciones perfecta para organizaciones que en sus estatutos fundacionales abogan por el exterminio del estado de Israel. Lo que en castellano antiguo viene siendo “hacer un pan con unas tortas”.
En los primeros años de la década de los noventa Arafat no se tomó en serio las acciones de Hamás y la Yihad Islámica. Pensaba que el terrorismo de otros aceleraría las cesiones de Israel. Era la versión palestina del árbol y las nueces del nacionalismo vasco, donde unos (ETA) agitaban las ramas y otros (el PNV) recogían los frutos. Hasta que aquella violencia le explotó en las manos y comenzó a reprimir con dureza el islamismo radical.
La diplomacia de un país serio jamás puede estar al servicio de ningún interés electoral. Sin someter a a debate una decisión de tanta trascendencia, Sánchez ha anunciado que el próximo martes España reconocerá el estado Palestino. Cree que agitando ahora ese árbol podrá recoger él mismo las nueces en forma de votos en las elecciones europeas. Pero Oriente Próximo no es un bosque, sino un avispero en el que España sólo debería entrar de la mano de los países occidentales más influyentes. La factura de esta bravata la pagaremos entre todos.