Hay quien cree que todo el peso de la democracia pivota sobre un solo derecho, el derecho a votar. Esta errónea simplificación proviene a menudo de la ignorancia, y es excusable porque no todo el mundo tiene tiempo o ganas de leer tratados de derecho constitucional. La democracia presupone en primer lugar el imperio de la ley, y a partir de ahí se construye un sistema basado en la voluntad popular, la separación de poderes, la alternancia política, etc.
Pero existe una minoría no ignorante, incluso en algún caso medianamente ilustrada, que tergiversa en su propio beneficio el poder de las urnas para legitimar decisiones que carecen de encaje democrático. En el siglo XX el fascismo y el comunismo ganaron elecciones y al día siguiente comenzaron a desmontar el andamiaje institucional imprescindible en una democracia. Hoy los populismos han sofisticado un poco esos procesos de demolición desde dentro del sistema, pero el objetivo último sigue siendo el mismo: perpetuarse en el poder.
Es obvio que esa sacralización del derecho al voto que apela a una voluntad popular única e indivisible esconde intereses que nada tienen que ver con la democracia, entre otras razones porque fulmina el respeto a las minorías. Pero esta afirmación es compatible con otra realidad: existen decisiones políticas que necesariamente han de ser avaladas en las urnas, y así lo recogen la mayoría de textos constitucionales que rigen en las democracias avanzadas.
En 1982 el gobierno de Calvo-Sotelo, con el apoyo del PNV y Convergencia (¡qué tiempos!) decidió la incorporación de España a la OTAN. El PSOE y el resto de partidos de izquierdas se opusieron. Unos meses más tarde Felipe González ganó sus primeras elecciones con la promesa de un referéndum para sacar a nuestro país de la alianza atlántica: OTAN, de entrada no.
Sucedió que, Willy Brandt, François Mitterrand, Olof Palme y otros popes de la izquierda europea le fueron poniendo en hora el reloj a un PSOE que no le daba cuerda desde el congreso de Suresnes en 1974. Aquel antiamericanismo se había quedado tan rancio y alejado de la realpolitik que González, ya instalado en la Moncloa, cambió de opinión y pasó a defender la permanencia de España en la OTAN.
González era consciente de la promesa electoral que había hecho, y del peso que esta había tenido en su victoria electoral. Pero comprendió también la trascendencia de aquella decisión y sus consecuencias para el futuro del país. En 1985 su gobierno firmó el Tratado de Adhesión a la Comunidad Económica Europea. Hablamos perdido durante décadas el tren de Europa, y no nos podíamos permitir viajar en los vagones de segunda desligando nuestra política de defensa de la de Francia, Italia, Reino Unido, Alemania, etc.
Aquel giro de 180 grados comprometía la credibilidad de González y del PSOE. Por eso cumplió su promesa de convocar un referéndum, defendió la permanencia de España en la alianza, y ligó su futuro político al resultado de la consulta. Si ganaba el “no” dimitiría. Ganó el “sí”. Meses después convocó elecciones generales y revalidó su mayoría absoluta.
Sin entrar en el debate de su constitucionalidad, la amnistía que ofrece Sánchez para obtener el puñado de votos que le faltan para su investidura es un asunto muy serio, de enorme trascendencia para el futuro de nuestro país, y sobre todo profundamente divisivo para la sociedad. Así lo admiten todas las personas sensatas, defensoras o detractoras de la amnistía para los delincuentes del procés.
Las consecuencias de que un Estado se disculpe por haber aplicado sus leyes legítimamente aprobadas por un parlamento elegido en democracia son infinitamente mayores a las que hoy mismo supondría para España abandonar la estructura militar de la OTAN. Los efectos sobre sus instituciones y la fractura social que genera amnistiar a un fugado de la justicia que lleva un lustro denigrando a España cada vez que se le presenta la ocasión tienen más impacto en nuestra convivencia que convertirnos en un país no alineado.
El Código Penal y el resto de leyes que hay que poner en almoneda para hacer desaparecer delitos cometidos, probados y juzgados, obligan a todos los españoles. Por tanto es lógico que todos nos pronunciemos sobre esa excepción para unos pocos. Si la amnistía se plantea como una cuestión de generosidad, de pasar página, de mirar al horizonte, de superar el conflicto, o sea, un asunto que defienden las buenas personas frente a los resentidos, los nostálgicos del enfrentamiento, la caspa, el fascio y tal y tal, si se somete esa amnistía a un referéndum recibirá un apoyo aplastante, salvo que Sánchez piense que preside en funciones un país de hijos de puta.
Comparar la calidad del liderazgo político de Felipe González con el de Pedro Sánchez es como comparar a Bellingham con Lucas Vázquez. Son del mismo equipo, claro, pero con talentos distintos. Los trompeteros de Sánchez que glosan cada día su audacia y su capacidad de supervivencia coinciden en muchos casos con los que hoy denigran la figura de un político de la talla de González por criticar la amnistía. Para hacerlo hay que tener poca memoria, y sobre todo poca vergüenza.