El viernes pasado Djokovic celebró eufórico algunos puntos del tercer set contra un renqueante Alcaraz. Fue algo desproporcionado e innecesario. El público parisino se lo afeó al serbio porque veía al chaval de Murcia sufriendo por no abandonar la pista central de Roland Garros. Algo parecido sería dedicar esta columna a los pecados de Podemos, un partido acalambrado que lucha desesperadamente por evitar un 6-0 en la urnas el próximo 23 de Julio.
Ya está todo escrito sobre el karma, y esa manera de hacer política desde el rencor y la venganza personal que se ha vuelto como un boomerang contra sus atizadores. Pero es interesante analizar lo sucedido en aquel movimiento surgido del 15M, donde convivían el marxismo-leninismo con una izquierda más posibilista. La experiencia demuestra que en los partidos radicales terminan por imponerse los más duros. Así sucedió en Podemos, donde Pablo Iglesias sacó el piolet para ir ajusticiando a la disidencia blandengue que encabezaba Errejón.
Resulta paradójico que ese mismo Podemos maximalista que hoy se deshace como mantequilla en las fauces de Yolanda haya conseguido arrastrar a Sánchez fuera de la socialdemocracia tradicional, con los efectos catastróficos que vimos en las elecciones locales, y que volveremos a ver en las generales. Sin duda Belarra y Montero podrán presumir de morir matando, al PSOE y a su propio partido.
Cada cierto tiempo esta pulsión cainita de la izquierda concluye en el espectáculo gore al que estamos asistiendo. La lucha por los puestos de salida en las listas electorales y las subvenciones estaba siendo impúdica, y quizá por ello los medios más afines al yolandismo comenzaron a ponerse en nerviosos ante la cautela de VOX a la hora de exigir cargos autonómicos y municipales para dar su apoyo al Partido Popular.
En VOX, como en Podemos, también conviven dos almas. Una conservadora que proviene de una escisión del PP, y otra nostálgica de un pasado que, se pongan como pongan, no volverá. La primera es la que otorga el grueso de votos en un país que obviamente no se ha vuelto fascista de la noche a la mañana, del mismo modo que no se volvió comunista en 2016 cuando Pablo Iglesias obtuvo cinco millones de votos.
Está por ver si la estadística se cumple y en VOX terminan imponiéndose los brutos que mamaron de las ubres de la Falange o los posibilistas que salieron enfadados con Rajoy. El sentido común y la higiene democrática nos dictan que sería mejor lo segundo. Por eso llama la atención la ansiedad de la izquierda mediática por ver asomar el yugo y las flechas que atraviesen sin piedad al PP en las negociaciones de ayuntamientos y comunidades autónomas.
Leyendo la prensa local los días posteriores a las elecciones en Baleares, la alcaldía de Palma y la conselleria de Educación ya estaban en manos de VOX. Cuando Jorge Campos y Fulgencio Coll se mostraron favorables a facilitar el cambio político negociando programas y no cargos comenzaron unos aspavientos tragicómicos en los análisis. ¿pero qué pasa con estos ultras que no están poniendo de rodillas a la derechita cobarde?
La razón de tantos nervios es evidente. La izquierda necesita imperiosamente para mantener su chiringuito una derecha ultramontana, asilvestrada, que las diga bien gordas para justificar la alerta antifa y el resto de milongas sobre retroceder 40 años y tal. Este precisamente es el dilema al que se enfrenta VOX, y convendría que no perdiera de vista el hundimiento acaecido en las antípodas de su espectro ideológico.
Ahora VOX endurece las negociaciones desde Madrid porque las encuestas le alertan de una fuga masiva de voto útil hacia Feijóo, y los mismos que dicen que en España no existe la “extrema izquierda” se muestran entre eufóricos y aliviados por la posibilidad de ver entrar en las principales instituciones a la “extrema derecha”. Deberían aclararse, porque así no hay manera de que cale el miedo al fascio.