Ahora que están tan de moda los "relatos" en política, no existe otro más largo, fascinante y ambicioso que el de la construcción de una Europa unida. La fábula arranca en el siglo XVIII, cuando la Ilustración da a entender que el concepto de Europa describe algo más que una simple extensión geográfica, porque engloba también una cultura, unos valores y unos principios jurídicos comunes. Son casi trescientos años de teorías políticas y filosóficas siempre zarandeadas por guerras o conflictos internacionales.
A mediados del siglo XX, con más de media Europa destruida por la Segunda Guerra Mundial, algunas mentes preclaras llegaron a la conclusión que las teorías sobre la construcción europea habían fallado precisamente por eso, por ser meras teorías. Los proyectos que hasta ese momento habían planteado una suerte de Europa unida se basaban en la hipótesis de que todo debía empezar por la política y el derecho. Craso error.
Robert Shuman y Jean Monnet -político francés considerado hoy uno de los "padres de Europa, que también era empresario y banquero, ¡ay Dios!- se dieron cuenta que la única manera de arrancar con garantías reales de éxito el proyecto era a través de algún tipo de alianza económica que contribuyera directamente al bienestar material de los ciudadanos. Se constituye así la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), embrión de la futura Comunidad Económica Europea (CEE) creada por el Tratado de Roma en 1957.
Ese texto legal ya establecía como una de las "Libertades Fundamentales" en el territorio comunitario la "libre circulación de personas, servicios, bienes y capital, y libertad de establecimiento". Quiere esto decir que aquellos padres fundadores eran personas eminentemente pragmáticas que desconfiaban de los pomposos planes morales o culturales que hasta entonces habían fracasado. El progreso, la estabilidad económica y los intereses comunes de los países miembros facilitarían de una manera natural la progresiva unión política de Europa.
Es evidente que acertaron, porque la Unión Europea es el constructo juridico-político que ha traído el periodo más largo de paz y prosperidad en la historia del viejo continente. Por eso los defensores de la democracia liberal y de una ética social humanista deberíamos reconocer la aportación de aquella tan denostada "Europa de los mercaderes". Sin acero ni carbón, los derechos humanos al cajón.
El pareado es pésimo pero describe con exactitud una realidad. El desarrollo económico en Europa de la mano del libre comercio ha permitido el régimen de libertades que disfrutamos. Es más, con los años se han incorporado países cuya renta per cápita estaba muy por debajo de la media europea, como en su momento España o los países de la Europa del Este cuando se liberaron de la bota soviética. En cambio, los que siguen viendo frenada su admisión son los que se resisten a respetar unos mínimos estándares democráticos, como Turquía.
Resulta pueril pensar que se puede disfrutar de las ventajas que otorga la pertenencia a un colectivo sin asumir las obligaciones. Y la obligación de un estado miembro de la Unión Europea es respetar los tratados de adhesión. Se ha escrito mucho sobre la actitud mafiosa de varios ministros de Sánchez amenazando con las siete plagas a los accionistas de Ferrovial si se atrevían a aprobar el traslado de su sede social a Países Bajos, que no es un paraíso fiscal sino uno de los estados fundadores de la CECA en 1951. Holanda nos lleva 35 años de ventaja construyendo Europa.
Por eso resulta alucinante la reacción pública y desproporcionada de Sánchez contra una empresa que, al amparo de las leyes, opta por mudarse a un país vecino y amigo, aunque nos cosieran a patadas en la final del Mundial en Sudáfrica. No digo que se pusiera a aplaudir, pero lejos de tratar discretamente de encauzar la situación, Sánchez optó por arremeter contra su principal accionista y lanzar a sus ministros-matones a amedrentar a los accionistas con represalias fiscales. Hasta los inspectores de Hacienda han protestado porque el Gobierno los ha tratado como marionetas a su servicio para ajustar cuentas, nunca mejor dicho.
Más allá de la torpeza y el autoritarismo que ha demostrado en este caso, la beligerancia radical que exhibe Sánchez contra las grandes empresas y empresarios de nuestro país, tan alejada de la socialdemocracia tradicional, choca frontalmente con los principios fundacionales de la Unión Europea. Conviene recordarlo ahora que va a asumir la presidencia rotatoria del Consejo, para evitar que siga deslizándose por la vía marxista, no la de Karl sino la de Groucho, cuando afirmaba que "nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo".