Esta columna es un reto personal. Trato de escribir un artículo serio sobre un asunto que seguramente mueve a la risa a 99 de cada 100 potenciales lectores. Un policía nacional de origen mallorquín se infiltró en círculos okupas e independentistas de Barcelona, llegando a mantener relaciones “sexo-afectivas” con al menos ocho mujeres. Ahora éstas le han denunciado por varios delitos, entre ellos torturas y revelación de secretos, alegando su derecho a no sufrir tratos crueles o inhumanos.
Cada día aumenta el número de facetas profesionales en las que la mujer supera al hombre, pero si hay una que la Historia demuestra que no admite comparaciones es la del “sexpionaje”. Es la “información vaginal”, cuya infalibilidad destacaba la ex-ministra de Justicia y ex-fiscal General del Estado, Dolores Delgado, conversando en confianza con el ex-comisario Villarejo. La estadística de cualquier servicio de inteligencia puede confirmar que, mayoritariamente, el órgano sexual femenino funciona como receptáculo de confidencias, mientras el del hombre lo hace como emisor de indiscreciones.
Utilizar las relaciones sexuales para acceder a información privilegiada es más viejo que la pana. Lo novedoso está en introducir la perspectiva de género en la denuncia de esta conducta. Por ejemplo, si en 2017 hubiéramos leído en un periódico que varios ciudadanos estadounidenses, todos miembros de la Asociación Nacional del Rifle, habían denunciado a la ciudadana rusa condenada por espionaje Maria Butina alegando que la mujer había atentado contra su autonomía sexual, todo el mundo hubiera consultado el calendario para comprobar que no era el día de los inocentes.
En este caso, el folleteo indiscriminado del agente infiltrado se considera por las afectadas una expresión más de la “maquinaria heteropatriarcal”. Es más, una de las afectadas ha declarado que “no hacía falta que generase relaciones tan intensas”. O sea, que hubiera sido suficiente un par de polvos sin necesidad de provocar que se enamorara de él. Y se ha ido al juzgado.
Más allá del cachondeo que supone denunciar al espía del “enemigo” por revelación de secretos, lo que subyace en este asunto es la consideración de toda mujer como un ser débil que merece especial protección por el mero hecho de serlo, también a la hora de ser engañada. Alegar un “consentimiento viciado” porque el hombre no les dijo que era policía supone colocar a la mujer en una permanente posición de víctima, sin posibilidad de mantener jamás relaciones personales en un plano de igualdad entre adultos, que con frecuencia mienten aunque no formen parte del aparato represor del Estado.
Nadie discute que haya mujeres que jamás se irían a la cama con un policía, como las hay que no quieren roce con casados, narcotraficantes o curas. Hasta donde sé, tampoco yo me he acostado nunca con una okupa o militante antisistema. Pero estaremos de acuerdo en que las palabras abuso, sufrimiento o crueldad deberían reservarse para cuestiones un poco más serias. Tampoco el lenguaje merece ser violado.