1 de mayo de 1945, la radio de Hamburgo suspende sus emisiones para realizar un anuncio solemne: "Nuestro Führer, Adolf Hitler, ha caído esta tarde en su puesto de mando de la Cancillería del Reich luchando hasta su último aliento contra el bolchevismo y por Alemania". Cuatro días después, agentes del servicio de contrainteligencia soviético - conocido como Smersh- hallan dos cadáveres parcialmente calcinados en el hueco abierto por una bomba en el jardín de la Cancillería. Los agentes trasladan los restos y un asistente del dentista de Adolf Hitler facilita las placas que ayudarán a identificarlo sin lugar a dudas. Solo Stalin y muy pocas personas más conocen la información, pese a lo cual desde la URSS se seguirán alimentando durante décadas los rumores de un Führer viviendo oculto en distintos países occidentales. Los estadounidenses confirman la identidad de los restos 28 años después, en 1973. Fin de la leyenda.
La realidad es, por supuesto, mucho menos épica que la radiada. Hitler, acorralado y derrotado, y cuyo delirio del imperio de los 1000 años acaba de hacerse añicos a manos de su peor enemigo, se descerraja en su búnker un disparo en la sien derecha con una Walther 7,65 mm. Junto a él, envenenada con cianuro, yace su amante, Eva Braun. El Führer lleva encerrado allí desde el 15 de enero, cuando la derrota en las Ardenas le hace ver el final que lleva buscándose con ahínco desde que el 1 de septiembre de 1939 la Wehrmacht invadiera Polonia y los Stuka sembraran el pánico entre la población civil. Casi seis años de terror.
24 de febrero de 2022, tropas rusas, acompañadas por el fuego de baterías de misiles y bombarderos Mig y Suhkoi, invaden Ucrania en lo que, desde el Kremlin califican de "operación militar especial" para 'desnazificar' las provincias del Este. Putin sueña con emular la Blitzkrieg y plantarse en pocos días en Kiev para deponer al legítimo presidente democráticamente elegido, Volodomir Zelenski, y colocar al frente a un dócil y sumiso alfil prorruso, al estilo del pelele Lukashenko.
En su neosoviética mente -lo de neo es una concesión meramente cronológica- , Putin, que pretende aunar la mitología soviética con la del Imperio de Catalina la Grande, fantasea con un Occidente desunido -lleva años financiando movimientos políticos extremos, rupturistas y antieuropeos- y con unos Estados Unidos demasiado ocupados en sus asuntos internos como para atender las necesidades de una nación en cuya mitad oriental una significativa porción de la población es prorrusa, aunque prosoviética sería quizá más exacto.
Pero se equivoca. La Unión Europea, cuya (demencial) dependencia energética de Rusia es casi total, no está dispuesta a repetir el pasado. América, tampoco. La OTAN toma las riendas. Con un Adolf Hitler tuvimos suficiente. Los partidos de la izquierda radical -Podemos e Izquierda Unida entre ellos-, intentan en un primer momento vender el discurso de Putin y acusar a Zelenski de heredero del nazismo para justificar la invasión, pero las imágenes de los tanques rusos recuerdan demasiado a las de Hungría en 1956 o Praga en 1968, el comienzo del fin del comunismo, y no es inteligente alinearse con perdedores. A partir de ese momento, permanecerán mudos, para lo bueno -no apoyar explícitamente a Putin- y, sobre todo, para lo malo -no condenarán ni una sola de sus acciones criminales. Cómplices mudos, eso es lo que son.
Medio año después, las míticas fuerzas armadas de la ex-URSS se asemejan más al ejército de Pancho Villa que a otra cosa. Convenientemente informados por la inteligencia occidental, los bravos soldados ucranianos asestan duros golpes al invasor. Uno a uno van cayendo 'prestigiosos' generales rusos en cuya biografía está aún la mancha de su vergonzosa derrota en Afganistán. Los jóvenes huyen de Rusia para no ser movilizados por una causa estúpida y por los delirios de su líder, cada vez más atrincherado, mental y físicamente.
La gota que colma el vaso es la destrucción del puente que une Crimea con el territorio ruso, a muchos kilómetros del frente, algo que el cínico del Kremlin califica de "terrorismo". Él, que es un cobarde criminal de guerra, acusa a los ucranianos de terroristas. La ira se desata y las fuerzas rusas inician una vesánica ofensiva contra la población y objetivos civiles en toda Ucrania. Hitler se reencarna en la Plaza Roja de Moscú.
El final previsible de esta historia -descartando el suicidio de Putin; no caerá esa breva- es conocido por todos. Solo nos queda una incógnita. No ofrece duda alguna que Hitler hubiera hecho uso de su arsenal atómico si hubiera llegado a disponer de él.
Estamos, pues, ante una carrera contrarreloj, en la que son los propios ciudadanos y dirigentes rusos los que deben decidir en estos momentos cómo pasar a la historia de la humanidad, si como los héroes que derrocaron a un trastornado mental e instauraron -al fin- una democracia, o como los cobardes que consintieron con su pasividad que su pueblo fuera tildado de ralea asesina por los siglos de los siglos.