Según una investigación de la Universidad del Sur de California las personas solemos tener unos sesenta mil pensamientos al día; lo que implica que nos asaltan casi ¡cincuenta pensamientos por minuto! ¡Qué desgaste y agotamiento!
Lo más gracioso es que, aunque todos nos creemos muy creativos, el 95% de estos pensamientos son los mismos que los que tuvimos el día anterior (y el anterior, y el anterior, y la semana pasada, y el mes pasado y hace 2 años) y, para más inri el 80% de nuestros pensamientos habituales son negativos.
Vaya triste panorama mental, más aun sabiendo que nosotros no somos lo que pensamos.
Ya ven nuestro cerebro a destajo en el tajo de las rumiaciones que cual lavadora no para nunca, salvo si podemos tener un sueño reparador. Si hay algún trastorno mental que fabrique pensamiento negativo esa es la omnipresente depresión. Pasado negativo, presenta des-esperanzdor y futuro negro y sombrío. ¿Quién da más?
La mente rumiadora es producto de un cerebro descompensado y desajustado químicamente. No cabe luchar cuando el tsunami cognitivo depresivo arrasa cualquier intento de racionalidad, reflexión y contemplación. Todo aderezado con un archivo emocional donde la noche oscura del alma esta preñada de una tristeza y un apena insondable.
La depresión tiene muchas formas, la condicionan infinitas variables y cada paciente la experimenta de un modo particular y distintivo. Una de ellas es la depresión existencial, definida, en los años 50 por Heinz Hafner y puede surgir como efecto de una experiencia adversa, también al entrar en una nueva etapa de nuestro ciclo vital.
Las personas que padecen una depresión existencial son aquellas que no parecen hallarle un sentido a la vida. Son perfiles que profundizan en exceso en dimensiones como la muerte, la falta de libertad, las injusticias sociales y ese abismo donde la existencia se torna solitaria y uno se percibe desconectado de todo lo que le envuelve. ¿Qué sentido tiene este mundo? ¿Por qué existen tantas injusticias y desigualdades?
En dichos estados, son el propio pensamiento y las ideas obsesivas las que van socavando el equilibrio hasta debilitar el tejido emocional de la persona. El problema de confrontar lo que somos con lo que nos rodea.
Kazimier Dabrowski estableció que las personas podemos pasar por 5 etapas de desarrollo personal. Ahora bien, una buena parte de la población (entre el 60 y 70 % según el propio autor) se queda en la fase inicial; es decir en la etapa de integración primaria. En esta fase las personas se limitan, poco a poco, a ajustarse al ‘molde’ de la propia sociedad. Nos disciplinamos, por así decirlo, e integramos sus fallos, adaptando a todo lo bueno y no tan bueno que nos proporciona nuestro entorno.
Ahora bien, hay personas que quedan atrapadas en el tercer nivel de la teoría de Dabrowski. Es la referente a la desintegración espontánea. Uno percibe grandes discrepancias entre los propios valores y lo que define a la sociedad. La mirada de la persona reflexiva o con altas capacidades siente en exceso el peso de las injusticias, de la falsedad, del materialismo…
Si esas dimensiones impactan de manera profunda en la persona, estará, por tanto, en esa cuarta fase que se denominó desintegración multinivel. En ella, el ser humano no haya un significado vital. Poco a poco, se convierte en un mero observador que solo aprecia los fallos, los sinsentidos y un vacío que tarde o temprano acaba asfixiándolo. Decía Jean Paul-Sartre que las personas no sabemos lo que queremos y aun así somos responsables de lo que somos.
Terrible experiencia que exige psicoterapia especifica y muchas veces tratamiento antidepresivo.
Ya saben en derrota transitoria pero nunca en doma.