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Algo huele a podrido

Por José Manuel Barquero
domingo 29 de mayo de 2022, 07:00h

Esta semana ha cumplido 17 años. Sus padres son parte de esa clase media española acomodada que vive sin lujos, pero sin estrecheces. La chica es una estudiante brillante y responsable, así que decidieron que merecía la pena el esfuerzo económico y la enviaron este curso a Estados Unidos para vivir la “experiencia americana”, que es algo más que aprender inglés.

Vivir en el extranjero, especialmente durante la etapa formativa, puede aportar una visión mejorada del mundo y las relaciones. No digo que sea imprescindible para alargar esa mirada y eliminar prejuicios sobre lo que queda fuera de nuestro círculo más cercano, pero ayuda a superar esa miopía vital a la que todos tendemos por comodidad.

M. lleva casi un año acogida por una familia en una ciudad mediana del estado de Oregón. Es un matrimonio con dos hijos de edades similares a la suya, pero la convivencia no ha sido fácil. Los padres son unas personas cariñosas y muy dedicadas a sus hijos, pero con normas y hábitos distintos a los de la familia de M. Solo se relacionan con otras familias que comparten con ellos las mismas creencias y valores, y un enfoque idéntico de la educación. Los horarios son estrictos y los planes en familia constantes, así que la chica ha tenido que adaptarse y aprender a “negociar” para poder quedar también con sus compañeros de instituto. M. quería celebrar su cumpleaños con su grupo de amigos, pero su 'madre americana' le dijo que ese era un día para pasar en familia. Eso sí, le cocinaría su plato favorito y le haría una tarta casera.

M. reconoce la bondad de esta gente -la comprueba en persona a diario- y su deseo de preservar el núcleo familiar de cualquier contratiempo o adversidad. Este exceso de protección seguro que le hace valorar más la combinación de libertad y responsabilidad que le conceden en España sus padres biológicos. A mí me parece que esto supone un aprendizaje de gran valor. Su padres de acogida son individuos honestos, pero desconfiados, que no solo se apartan de los que no piensan como ellos, sino que no manifiestan ningún interés por entender al prójimo que discrepa. Cuando se extiende esta manera de entender la convivencia surgen las sociedades polarizadas.

Como en los tiempos de los colonos, para una parte de la sociedad norteamericana cualquier desconocido supone una amenaza en potencia. M. ya lo había comprendido durante estos meses, pero eso no evitó su horror cuando, hace un par de semanas, su 'madre americana' le manifestó su extrañeza porque a sus 17 años cumplidos aún no supiera disparar. De hecho, uno de los planes que más tarde le propuso para celebrar su aniversario era acudir toda la familia a un campo de tiro. Quizá se lo comentó mientras horneaba la tarta.

No me malinterpreten. En esa casa no hay armas de fuego, ni se promueve la violencia. No es un hogar de radicales, ni racista, ni realizan aportaciones a la poderosa Asociación Nacional del Rifle. Es una familia como otras muchas de ideología republicana, que vive en un estado con mayoría del Partido Demócrata, y que normaliza el uso de un revólver -y, por tanto, el libre acceso a su posesión- como parte de una tradición enraizada en el mito fundacional de su país.

Es necesario hacer este esfuerzo para tratar de entender la locura de los tiroteos en Estados Unidos, un país en el que los nuevos institutos se diseñan con pasillos curvos para dificultar algo el ángulo de tiro en las masacres por llegar. Al margen de lo que digan las encuestas, no es fácil comprender desde aquí cómo 50 senadores pueden bloquear una ley que impida el acceso de cualquier pirado a un fusil de asalto, y que ese obstruccionismo no les cueste la reelección.

Con los cadáveres aún calientes de 19 niños y dos profesoras, volvimos a escuchar los mismos lamentos y también las excusas de siempre para poner fin al disparate de la venta de armas en Estados Unidos. El jueves, en un pueblo de Texas, caía un sol de justicia sobre aquellos cuerpecitos embolsados, pero hace más tiempo que algo huele a podrido en la mayor democracia del mundo cuando su presidente, o sea, la persona más poderosa del país más poderoso, se muestra impotente. Lo peor ya no es el hedor, sino el ridículo frente al mundo civilizado.

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