La bajada de impuestos está sobre la mesa. Lejos de aplacarse, el debate sobre la oportunidad de acometer una sensible rebaja fiscal que favorezca a quienes más sufren la actual subida de precios y la pérdida de poder adquisitivo gana protagonismo. Por un lado, Gobierno y sindicatos se han posicionado en contra de tal opción al considerar que bajar impuestos se traduciría en recortes de servicios esenciales como la sanidad, la educación o las infraestructuras; por otro, consumidores y oposición defienden la inmediata adopción de medidas fiscales que permitan hacer frente a una inflación que roza los dos dígitos.
Frente a las posiciones políticas, los técnicos consideran que sí hay margen para afrontar una reducción. La premisa es bajar impuestos sin necesidad de que ello afecte a cuestiones esenciales para los ciudadanos como la sanidad, la educación, los servicios sociales o las infraestructuras. Y hacerlo, además, enfocado a quienes tienen rentas medias o bajas, que son la mayoría.
El ajuste del gasto público debe producirse en todo aquello que es superfluo; o en todo caso, menos importante que la propia subsistencia o el bienestar de grandes grupos sociales que soportan la crisis. Mucho presupuesto público va dirigido a partidas que no favorecen directamente a la colectividad -en organismos residuales, duplicados o en programas inútiles en plena crisis- o a estructuras administrativas pensadas para la situación anterior a la dura coyuntura actual.
Quienes se oponen a aliviar la carga impositiva defienden que España tiene menor presión fiscal que otros países europeos, lo que no es lo mismo que el esfuerzo fiscal, ya que países con mayor presión fiscal tienen también más nivel salarial, lo que se traduce en un menor esfuerzo para sus ciudadanos. Debate hay y argumentos para, como mínimo, pensar en un plan eficaz de reducción de impuestos afectando sólo a gastos superfluos, también.
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