Una de las debilidades más comunes entre los partidos del centroderecha europeo es la de haber comprado el discurso del adversario con respecto a qué formaciones deben considerarse ultras y antidemocráticas y son, por ello, merecedoras de los llamados ‘cordones sanitarios’. Este relato proviene, como no, de Alemania, una nación en la que aún hoy perviven traumas y complejos -que, a mi juicio, la inhabilitan por completo para liderar la política exterior europea- derivados de una hecatombe que ocurrió hace ya casi ochenta años, pero cuyas consecuencias calaron profundamente entre la clase política y la ciudadanía germanas.
Curiosamente, una parte muy significativa de esa misma sociedad padeció durante cuarenta y cinco años -hasta casi ayer- una cruel y sanguinaria dictadura comunista, pero a la Alemania unificada el radicalismo comunista no le produce el mismo rechazo que el de extrema derecha. Quizás contribuya a ello su total dependencia energética de Rusia o su pavor a un nuevo conflicto en el que ciudadanos alemanes tengan que empuñar las armas para defender la democracia occidental frente al imperialismo postsoviético. Y ese modelo acomplejado se exporta al resto del continente, como las salchichas de Frankfurt o los Mercedes.
Naturalmente, la izquierda europea compra este discurso porque la sitúa en clara ventaja ante cualquier envite electoral. Los partidos socialdemócratas pueden pactar -como sucede en España- con formaciones antisistema de claros tintes comunistas, antidemocráticos y revisionistas, o incluso con quienes durante décadas alentaron desde la trastienda el terrorismo etarra, pero el centroderecha está obligado a establecer cordones sanitarios con cuanto partido se ubique a su diestra, por más acatamiento constitucional proclame.
Afortunadamente, en nuestro país no vivimos el nazismo ni nada que remotamente se le parezca, se pongan como se pongan los progres ofendiditos. Puede afirmarse que la dictadura franquista fue cruel y vengativa, especialmente en sus primeras décadas, pero compararla con la Alemania nazi constituye una gigantesca hipérbole nada inocente, útil solo para la ideología a cuya propaganda beneficia semejante parangón.
El franquismo, autodisuelto mediante la Ley para la Reforma Política de 1976, no tiene hoy herederos políticos claros, por fortuna. Ningún partido proclama como credo el retorno a la ‘democracia orgánica’, ni la supresión del sufragio universal para elegir a los parlamentarios, ni la eliminación de los sindicatos o el nacionalcatolicismo. La derecha más ‘extrema’ de este país -hablo de partidos, no de grupúsculos frikis- se limita a proponer disparates en materia de organización territorial, a cargar con simplismos contra la inmigración descontrolada, a abonar la secesión lingüística del catalán en la Comunitat Valenciana y Balears -esto último, una obsesión enfermiza-, o a envolverse en la bandera, el Cid y Don Pelayo hasta para ir al baño, pero poco más. Sus votantes cabreados son, en muchos casos, exvotantes de Podemos, frustrados por la deriva de sus líderes. Atribuir a esa derecha -que hace cinco años constituía solo el ala más conservadora del PP- querencias filonazis o filofascistas es, sencillamente, una manipulación, o si se prefiere, una mentira, y de las gordas.
Hace falta tener el rostro de hormigón armado para acusar al PP de entregarse en manos de la extrema derecha de Vox con tal de gobernar en Madrid o en Castilla y León cuando uno lo está haciendo en España con quienes jamás han condenado los 856 asesinatos de ETA -22 de ellos, de niños- e, incluso, los han celebrado como parte de su estrategia política para instalar una dictadura estalinista en el País Vasco, que eso es lo que desearían. Y eso, por no citar al comunismo bolivariano de Podemos -afortunadamente, en sus últimos estertores-, o al secesionismo de tintes racistas de gran parte de los soberanistas que dan apoyo parlamentario a Sánchez.
No me gustan las radicales propuestas políticas ni la puesta en escena de Vox, pero ningún militante o cargo de este partido ha sido jamás acusado de participar en crimen alguno, ni de alentar el terrorismo.
Entre Bildu -socio de Sánchez- y Vox -aspirante a serlo del PP- hay 856 diferencias, con nombres y apellidos.