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Disparando a Europa

Por José Manuel Barquero
domingo 09 de enero de 2022, 05:00h

En ocasiones el cine no es suficiente y conviene bajar a la arena de la realidad. En Enero la playa de Omaha en Normandia está desierta, sin niños correteando ni parejas jugando a las palas. Esta soledad invernal, el viento gélido y las nubes plomizas facilitan ponerte en situación. En escasas doce horas aquí murieron tres mil hombres, la mayoría veinteañeros abatidos desde los 85 nidos de ametralladoras alemanas MG42 distribuidos a lo largo de ocho kilómetros de costa. O sea, una trituradora de carne cada cien metros disparando a muñecos que se movían lentamente con el agua al cuello portando cada uno treinta kilos de material. Otros saltaron por los aires al pisar minas antitanque. Muchos heridos se ahogaron al subir la marea.

Es inevitable recordar los detalles de aquella masacre con la mirada puesta en las mismas aguas que el 6 de Junio de 1944 se tiñeron de rojo, como si a Omaha ese día se hubiera trasladado la matanza anual de delfines de Taiji, en Japón, que tanto nos escandaliza. Sobre uno de los acantilados de Colleville-sur-Mer se levanta el Cementerio Estadounidense de Normandía. En el césped hay clavadas más de nueve mil cruces cristianas de un blanco impoluto, y también un centenar de estrellas de David. Si uno se acerca con el debido respeto a este lugar es difícil no emocionarse al leer en algunas la inscripción Known but to God. Bajo ellas descansan los restos de chicos que quedaron tan destrozados que solo Dios pudo reconocerlos.

Me emocioné, lo reconozco, pero no pensando en los muertos, ni en sus familias, ni siquiera en la salvajada que supone una guerra. Mi padre nació en 1941 y mi madre dos años después. Cuando ellos eran unos bebés aquellos chavales estaban reptando por la arena escapando de la muerte con el único objetivo de derrotar a una ideología totalitaria. Ni por la gloria de los territorios conquistados, ni por el botín de guerra. Estaban allí para expulsar a Hitler, nada más. Sin su sacrificio mis padres no hubieran conocido la Europa libre de las últimas décadas, ni yo tampoco, ni mi hija Irene, que se podría haber enamorado de alguno de aquellos jóvenes si entonces hubiese existido el Erasmus. Vamos por la tercera generación de deudores.

Esa emoción y ese pensamiento no fueron espontáneos. Aquel arenal de Normandía se encuentra a poco más de dos horas en coche de París. Dos días antes de mi vista a Omaha Beach la extrema derecha francesa armó un cristo descomunal porque al presidente Macron se le ocurrió iluminar de azul y colocar la bandera de la Unión Europea en el Arco de Triunfo para celebrar el inicio del semestre de presidencia gala de la UE. Lo peor fue que a las críticas de Marine Le Pen se unieron todos los demás partidos, desde la derecha moderada a la izquierda radical.

El mensaje identitario, con mayores o menores dosis de antieuropeismo según los casos, está impregnando el discurso político con unas dosis extremadamente peligrosas. Esta comienza a ser la gran victoria del nacionalismo excluyente, con el agravante de que Francia es uno de los países más centralizados del mundo donde el secesionismo se percibe tan exótico como un collar hawaiano de flores.

Conviene recordar el origen del proyecto de una Europa unida: evitar que el totalitarismo se imponga, incluso aunque gane unas elecciones como hizo el nazismo. Tras la Primera Guerra Mundial y el terrible error del Tratado de Versalles que humilló a Alemania, nadie imaginó que aquella carnicería se pudiera repetir. Pero sucedió, y las mejores inteligencias europeas de las postguerra se pusieron a trabajar para levantar una arquitectura institucional que asegurara la paz y la estabilidad del viejo continente.

Está bien debatir sobre la Europa de los mercaderes, los países frugales y los juerguistas, el dumping fiscal y el equilibro presupuestario. Pero demasiada gente está perdiendo de vista el motivo por el que toda aquella chavalería se dejó la vida en las playas de Normandía, y en otros lugares del mundo. No lo hicieron por la bandera canadiense, ni por la tricolor francesa, ni por la Unión Jack, ni por las barras y estrellas estadounidenses. Cayeron defendiendo con generosidad exactamente los valores que hoy, con toda su burocracia y sus defectos, encarna la Unión Europea. La misma que los populismos de derechas y de izquierdas -en Francia, España y otros países- han convertido en su muñeco preferido para disparar en las campañas electorales, que cada vez se asemejan más a las militares.

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