Hasta la fecha, administración y medios de comunicación nos han informado sobre el número de contagiados de coronavirus, la cifra de ingresados, el índice de ocupantes de UCI, y aunque con retraso en ocasiones, cuántos decesos ha habido. Estas cifras eran la base para alarmarnos más o menos y para tomar las decisiones gubernamentales que se consideraban convenientes.
A partir de ahora, la irrupción de ‘la’ Ómicron cambia totalmente el escenario. Siendo una variante del COVID-19 de una capacidad contagiadora formidable pero que, en la mayoría de los casos, provoca unos síntomas muy similares a la de un resfriado bastante leve, -cuando no la ‘asintomatía’-, nos encontraremos con que muchísimos contagiados seguirán con su vida diaria normal -orando y laborando- al desconocer su situación, probablemente contagiado a familia y demás contactos estrechos. A ello, se suma que el número de posibles contagiados puede llegar a ser tan desbordante que incluso será materialmente imposible que la sanidad pública dé a basto y tenga que centrarse en aquellas personas que presentan unos síntomas que puedan agravarse, ignorando aquellas que han tenido varios estornudos.
La existencia de asintomáticos -e incluso de contagiados que adrede no han querido acudir al centro de salud- ha provocado desde el minuto uno que las cifras que se han barajado no se puedan calificar de exactas, pero ahora, nos encontramos que, en términos absolutos, el número de contagiados será infinitamente mayor al que reflejarán las cifras oficiales, con lo que poca validez o credibilidad tendrán las informaciones que nos lleguen de la administración.
Ante esta situación, y aunque ello suponga un incordio, la mascarilla se antoja como única solución para intentar no contagiar a aquellas personas que puedan sufrir un cuadro grave, en los casos de gran concurrencia de gente o cuando no se pueda mantener el metro y medio de distancia.