El ecologismo ha cambiado nuestras vidas en los últimos cuarenta años. Comportamientos socialmente aceptados en los años setenta del siglo pasado han devenido completamente inaceptables. Los residuos se separan en casa y cosas como meter un envase de yogur vacío en el cubo de "rebuig" se perciben como infinitamente más incivilizadas por el personal que subir a un ascensor ocupado sin dar los buenos días. (hoy ya nadie da los buenos días, porque está con los auriculares y el puto móvil). Son las nuevas blasfemias del siglo XXI.
La cultura medioambiental y los diversos movimientos surgidos de ella seguramente no soñaban con acabar impregnándolo absolutamente todo solo unas décadas después. Pero en este tránsito, el que, utilizando la terminología de Umberto Eco, va de la apocalipsis a la integración, las mutaciones han sido inevitables. Con el pretexto de la defensa del medio ambiente se ha construido una gigantesca máquina de ganar dinero, toda una lucrativa industria que vive de las paradojas de nuestra sociedad.
Les pondré un ejemplo. Cuando uno compra un aparato refrigerador, aunque sea un simple split de aire acondicionado, se le informa que el gas que utiliza es de lo más eco-friendly y que no tiene efecto alguno sobre la famosa capa de ozono. Cierto del todo no debe ser, porque en veinte años se han cambiado esos refrigerantes no sé cuántas veces con la misma excusa, de manera que cuando tu aparato se avería ya no es rentable repararlo, porque hay que cambiar todo el gas, y eso lleva mucho trabajo y cuesta dinero. Total, que, al final, optas por lo "ecológico", claro, mientras envías a la chatarra un trasto más que, para ser reciclado, consumirá sin duda gasoil, energía termoeléctrica y toda suerte de contaminantes. La descontaminación contamina un huevo, esa es la paradoja.
Más de lo mismo. Hace unas semanas, un precioso e infrautilizado frigorífico de casa, con una antigüedad inferior a ocho años, 'se murió'. Avisé al servicio técnico oficial y compareció un amable operario que, tras examinar la causa, nos espetó: -Lo siento, pero este aparato ha sufrido un pico de corriente -como los que nos regala ENDESA con cierta frecuencia- y se ha fastidiado la placa base. Y, como que a los siete años justos los fabricantes descatalogan las piezas para fomentar la producción y venta de más aparatos, pues no hay recambios. Son sesenta euros, caballero.
Es decir, que la misma industria que te vende las bondades de sus gases pluscuamecológicos -no como los de las vacas-, deja de fabricar repuestos a los siete años para que, si se te estropea la más mínima pieza, tengas que enviar un armatoste de casi dos metros cúbicos de acero, cables, plásticos -y gases- al vertedero y volver a gastarte mil y pico euros en un nuevo frigorífico, hiperdigital de la muerte, que, eso sí, durará aún menos que el anterior, pero con un display que te dirá en veinte idiomas si te has quedado sin leche o pimientos y te hará la lista de la compra, para relevarte de pensar y acelerar así tu deterioro nueronal natural.
Mientras escuchaba incrédulo al operario, miraba como, junto al difunto refrigerador, fenecido en la flor de su vida, el viejo frigorífico americano que tenemos en casa hace treinta años, analógico, pesado, ruidoso e indestructible, parecía sonreír y decirme: estos millennials son todos unos moñas.
Como soy poco dado a rendirme, busqué la placa base de marras surfeando en la red. Así he logrado reparar aspiradores, lavavajillas y toda suerte de electrodomésticos. En especial, los proveedores del Reino Unido suelen estar surtidos de absolutamente toda cuanta pieza se ha fabricado en el universo. Lo que no encuentres allí, olvídate, no existe. El operario del servicio técnico no mentía, no es posible encontrar la famosa placa base -un simple circuito integrado de 15x20 cms- en ningún lugar del mundo.
Pero entonces apareció Catalin. Catalin es un señor rumano que se dedica a lo que muchos técnicos electrónicos hacían en España hace cuarenta años, es decir, a reparar las cosas que se estropean. No es un cambia-piezas, como los que abundan hoy en todos los servicios técnicos oficiales, sino un verdadero técnico, alguien que sabe qué maneja y qué parte del artefacto se ha estropeado.
En nuestro caso, la cosa era fácil, porque al sobrecalentarse, la pieza en cuestión había dejado el rastro de una pequeña quemadura. Mis conocimientos de electrónica son prácticamente nulos, pero identifiqué al culpable del desaguisado como una minúscula pieza, no sé si una resistencia, un diodo o un condensador. No medía más de cinco milímetros.
Catalin vive en la Península, pero sus tentáculos reparadores se extienden por toda Europa, a juzgar por el éxito de su anuncio en las webs más conocidas. Así que le envié la jodida placa base y en dos días la tuve reparada en casa por unos pocos euros más gastos de envío.
Mientras el ecologismo oficial, acuñador de esa memez que llaman Economía Circular, me había puesto en la senda de deshacerme del frigorífico 'estropeado' y enviarme a una gran superficie a comprarme otro nuevo -con un nuevo gas ultralimpio, seguro-, la vieja economía que mamé en casa de mis padres, la del casco de la botella de vino o de leche que se devuelve, la de la bolsa de plástico que se reutiliza, la del papel de estraza o encerado para envolver los alimentos del colmado, y el granel para comprar carne, pescado, legumbres, hortalizas y verduras, adquirido todo en un comercio de proximidad, me impulsó a encontrar a Catalin, que hace más por el medio ambiente, probablemente sin saberlo, que todos los capullos mundiales juntos reunidos recientemente en Glasgow.