Una de las conclusiones que deberíamos extraer de la pandemia de la covid 19 es que no estábamos preparados. Ni los gobiernos, ni la sociedad en su conjunto, ni cada uno de nosotros a título individual. Y no solo no estábamos preparados para una emergencia mundial provocada por una enfermedad infecciosa; no estábamos, ni estamos, preparados para la llegada de un desastre, de cualquier tipo de desastre.
En los últimos decenios ya había habido avisos de posibles epidemias infecciosas, causados curiosamente también por coronavirus: el SARS-Cov 1, en 2002-2003, y el MERS-Cov, en 2013. En ambos casos, por diferentes razones, las infecciones no produjeron una pandemia de las dimensiones de la actual, pero eran serias advertencias de la posibilidad de la aparición de virus desconocidos, procedentes de animales, con capacidad de provocar una afectación de alcance mundial.
Además, los científicos venían advirtiendo desde hace decenios de la práctica inevitabilidad de la emergencia de pandemias víricas, provocadas por mutaciones de virus conocidos, como el de la gripe, o por virus 'nuevos', previamente ignotos, de origen animal. Aun así, la covid 19 ha cogido por sorpresa a todos los gobiernos del mundo, a sus sistemas sanitarios y también a la propia Organización Mundial de la Salud y otros organismos internacionales.
A cuenta de la crisis financiera que empezó en 2006-2007, muchos de los gobiernos implementaron severísimas medidas de recortes de los servicios del estado del bienestar, entre ellos los sistemas de vigilancia, prevención y atención a la salud, mientras que dedicaron ingentes cantidades de dinero a la recuperación del sistema bancario, que había sido directamente responsable de la misma. La consecuencia han sido sistemas sanitarios infradotados y estresados, que han evitado el colapso solo mediante un ingente esfuerzo de los profesionales sanitarios y una inversión de urgencia por parte de los gobiernos, pero al coste de un severo deterioro de la atención ordinaria, que va a redundar de un modo inexorable en un empeoramiento global de la salud de los ciudadanos, en un incremento de la morbilidad y la mortalidad, y en una disminución de la esperanza de vida en nuestros países.
Lo mismo ha pasado en otros ámbitos de la actividad humana, La crisis del petróleo de los años setenta del siglo pasado ya nos advirtió de la fragilidad de nuestra infraestructura energética y de la peligrosa dependencia de fuentes externas en manos de terceros países que controlan los precios y el suministro. Y, sin embargo, cincuenta años después, seguimos dependiendo, aun más, de las mismas fuentes de energía en manos de suministradores externos. Con el agravante de que todos estos combustibles fósiles son finitos, por lo que cada vez serán más caros, amén de muy contaminantes, responsables mayoritarios de la emisión de gases de efecto invernadero. Pero seguimos sin tener planes, ni de contingencia ante un eventual recorte de suministro, ni de sustitución a medio y largo plazo, para eliminar la dependencia y reducir la contaminación ambiental.
Tampoco hemos acometido ningún plan serio dirigido a la reforma del sistema financiero para evitar nuevas crisis provocadas por delirios especulativos, como el de las hipotecas subprime de 2006 en los Estados Unidos. De hecho, la economía financiera de hoy es aun más indecentemente especulativa que entonces.
Podríamos aducir múltiples más ejemplos, pero no es necesario. Nuestra incapacidad y, en particular, la de nuestros gobernantes para establecer planes de vigilancia y prevención de desastres está más que demostrada y seguirá igual. En el caso concreto de la epidemia que nos aflige, cuando haya pasado, los gobernantes se relajarán y es muy improbable que doten al sistema sanitario de todos los recursos necesarios que ahora no tiene para robustecerlo y hacerlo capaz de subvenir a las necesidades crecientes de la población y, además, confrontar las nuevas emergencias que puedan aparecer, que aparecerán, en el futuro próximo.