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El ocaso del peatón

Por Jaume Santacana
miércoles 06 de octubre de 2021, 07:00h

Como ya es del domino público -y del privado- transitar, como peatón, por la senda de una acera de cualquier urbe actual se ha transformado en un ejercicio de riesgo; de alto riesgo, me atrevería a matizar. Y me atrevo, sí, sin ningún género de duda.

Al sufrido peatón le acechan una enorme multitud de peligros que, en su hipotéticamente tranquilo paseo, no permiten que su andar resulte pacífico y distraído, sin más trance que el que pueda provocar una torcedura de tobillo o un infarto de miocardio.

Por la orilla de la calzada destinada, en principio, para el goce y disfrute de los cívicos transeúntes circulan, hoy en día, todo tipo de artefactos mecánicos que impiden la libre ejecución de los paseantes.

De todos modos, y para ser justos y objetivos, debería empezar por describir los principales defectos que exhiben los propios caminantes: de entrada, algunos de ellos no circulan por su derecha correspondiente dentro del bordillo (por la izquierda para los británicos y australianos), cosa que produce feos y desagradables encontronazos; luego están los que, caminando a un ritmo determinado, regular y pausado como debe ser, frenan en seco , incomprensiblemente (también para ellos) y realizan un giro copernicano para dirigirse en su dirección opuesta, como si de repente se dieran cuenta de su error y rectificaran abruptamente; existen, a su vez, las señoras de mediana edad que transitan con su vista puesta en los escaparates de todas las tiendas, panaderías y bares inclusives.

Como no miran hacia su destino provocan cantidad de trompazos con los de la parte contraria. Pero no es solamente esto, si no que, en cuanto perciben cualquier producto que les hace babear (mirarlo, que no comprarlo) efectuan una paralización de su cuerpo entero que compromete el equilibrio de los que vienen detrás y, entonces, pasa lo que pasa, otro choque frontal o trasero. Un desastre; finalmente. Y para no olvidarme de nada, hay personas que caminan mirando, compulsivamente, su teléfono móvil: se trata de auténticos parientes de Satanás y su familia pirómana.

Por si todo esto fuera poco -tal y como hemos anunciado (ut supra diximus, en latín- últimamente, han aparecido toda clase de cacharros rodantes que han destrozado el tránsito peatonal de manera contundente. Básicamente, nos referimos a bicicletas y patinetes eléctricos que, no solo entorpecen la normal locomoción humana sino que, además, ponen en grave peligro a los habituales consumidores de aceras. Los dos artefactos son silenciosos lo cual significa que la traición es su modus operandi. Ni se les oye ni se les espera.

Los operadores de estas máquinas son gente sin escrúpulos; van a lo suyo sin importarles, en absoluto, las normas de circulación ni la salud de los peatones. La mayoría pertenece al grupo de personas situadas entre los 20 y los 40 años, prioritariamente machos, especialmente sucios de vestimenta, con mucho y mal peinado pelo y con sandalias. Corren como espiritados por un espacio que no les pertenece y pueden embestir, en cualquier momento, a sus inmerecidos vecinos de parcela urbana. Catástrofes, las que ustedes quieran. Si, por un caso, alguien, como un servidor, les llama la atención, ellos muestran instantaneamente su preciosa agresividad: te insultan -si no te agreden-, te vociferan malamente y se quedan tan anchos.

Poseo en mi agenda, a varios amigos y compañeros que han resultado heridos por culpa de este atajo de energúmenos; incluso, una muerta. Evidentemente, la Policia Municipal (la antes efectiva y hasta agradable y servidora Guardia Urbana) pasan de multar a estos delincuentes: hacen la vista gorda, vamos. Y las cosas van como van: mal, en este sentido.

Los enamorados, como yo mismo, salimos a pasear con el miedo en el cuerpo. No hay derecho. O sí que lo hay pero no lo ejercen.

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