Una vez me quedé colgado bajando una montaña a seis mil metros de altitud. Fue en una pared de nieve y hielo. Calculamos mal la longitud del rápel de descenso y me faltaron tres metros de cuerda para alcanzar la repisa prevista para detenerme. Entonces tomé la primera decisión errónea. Me balanceé hacia la izquierda buscando un pequeño saliente, cuando a la derecha tenía una opción mejor en forma de roca estable. Me di cuenta rápido de la equivocación, pero ya no tenía vuelta atrás.
Me puse nervioso y cometí el segundo error. Clavé mal uno de los piolets, se rompió un trozo de hielo y me deslicé unos metros más hasta pararme justo antes de un pequeño desplome, tan pequeño que lo hubiera podido destrepar sin dificultad. Pero no me di cuenta. Tenía el pulso disparado y cometí el tercer error. Me desplacé hacia la derecha para acabar atrapado en una zona de nieve dura. En resumen, de todos los sitios posibles elegí el peor para esperar a mi guía. Se me hizo largo aquel rato, calculando las fuerzas que me quedaban y el tiempo que podría aguantar en aquella situación tan expuesta. Me tranquilicé, controlé el miedo y aquello quedó en un susto del que aprender.
Ya de vuelta en el refugio analicé la cadena de errores y cómo los nervios pueden convertir un leve imprevisto en una catástrofe. Algo hace click en la cabeza, se rompe el hilo del razonamiento lógico y se precipitan en cascada las decisiones menos acertadas. Si el primer movimiento que realicé hubiera sido el correcto ni siquiera hubiera necesitado la ayuda posterior de mi compañero. Pero los nervios, o el exceso de confianza -en mi caso fue lo primero-, te pueden meter de cabeza en un bucle desastroso.
Pedro Sánchez calculó mal y se le quedó corta la cuerda del resultado en las elecciones catalanas. Se puso un poco nervioso y se movió hacia Murcia para asestar una estocada al PP, pero no midió bien los apoyos y se quedó atascado en una posición política comprometida. Comenzó a hiperventilar y convirtió los comicios de Madrid en un plebiscito sobre su persona, que perdió estrepitosamente. Aún noqueado por el fracaso se puso a explicar a millones de españoles que no saben si llegarán a fin de mes cómo será nuestro país en 2050. Se mofaron de la performance hasta sus medios más afines, y entonces decidió acelerar los indultos a unos políticos que intentaron dar un golpe de Estado hace solo tres años.
La candidatura de Illa no cosechó ningún desastre. La ecuación parlamentaria no salió bien por poco, pero no calcularon la escasa diferencia de escaños entre ERC y JxCat, que dejaba al partido de Junqueras sin margen para la pirueta del tripartito. Esto no era un drama, pero la soberbia de Sánchez lo metió de cabeza en un bucle de calamidades políticas en el que se está ahogando. Si el presidente del Gobierno no se comportara como un jugador de casino, si no se manejara en política como un ludópata enganchado a los órdagos, los tropezones posteriores no hubieran sucedido. La suerte nunca es eterna.
No me cuesta reconocer que ninguna de las actividades más expuestas que he realizado en la alta montaña hubieran sido posibles para mí sin la ayuda de un guía profesional. Ni tengo los recursos técnicos ni la experiencia suficiente para ascender en solitario el Cervino o recorrer la arista de los Lyskamm sin matarme. Y esa mínima humildad más que como virtud funciona como salvavidas.
La primera obligación de un guía es asegurarse él, no tanto por egoísmo sino porque es la única manera de evitar que su cliente, si tropieza, se vaya abajo por un precipicio. Otro asunto importante es el control de riesgos previo, saber por dónde se puede y por dónde no se puede pasar sin despeñarte. Ahora Iván Redondo, el sherpa a sueldo del presidente del Gobierno, ha dicho que “se tiraría a un barranco por Sánchez”, y de repente lo hemos entendido todo. En lugar de impedir que su cliente -cuya temeridad política ha quedado sobradamente acreditada- se precipite por un despeñadero, nos comunica que saltará detrás de él.
Un montañero asume riesgos, y los errores o la fatalidad los paga en primera persona. Es cierto que los efectos colaterales también pueden afectar a un número reducido de personas, sus seres más queridos. Pero cuando un presidente del Gobierno se asoma tanto y tan a menudo al abismo, su caída termina ocasionando fracturas a toda la sociedad. De esto es responsable el gobernante kamikaze, claro, pero también el guía que no solo no lo frena sino que le da palmadas al borde de la sima.