Estoy viendo, estos últimos días, una gran variedad de imágenes (fotografías y vídeos) que, la verdad, me ponen a parir (bueno, claro, es una manera de hablar -o de escribir- dada la imposibilidad racional de tal acción).
Las citadas imágenes muestran masas ingentes de personas, mayormente pertenecientes a la etapa juvenil que, aprovechando la oscuridad que proporciona la etapa nocturna, se dedican al bebercio alcohólico sin ningún tipo de control y con un desparpajo y desenfreno dignos de alguna representación pictórica del maestro Velázquez.
Se trata de pollos adolescentes y adocenados que -amparados por el tumulto y el anonimato- se echan a las arteria urbanas para dar cuenta de su presencia y osadía vaciando latas de cerveza o, en algunos casos, mezclas de bebidas espirituosas de incierta procedencia y menor calidad. El objetivo final de sus correrías vespertinas no es otro que el de emborracharse hasta límites insospechados y demostrarse, los unos a los otros y los otros a los unos, que gozan de sus delirios de manera harto valiente y osada.
Algunos psicólogos de renombre (de los que compraron sus estudios a mafias dedicadas a tal menester) justifican dichos actos juveniles con el argumentario de que “son jóvenes y necesitan una válvula de escape para reconocerse en su estilo de vida rebelde y, de paso, establecer, ante los adultos, que su indisciplina e indocilidad no son negociables”. Otros expertos insensatos relacionan estas actitudes de los todavía imberbes con una lógica imaginaria y fantasmal debida a la mal llamada desescalada de las normas y prohibiciones que rigieron durante las diversas olas que la pandemia nos regaló como quien no quiere la cosa aunque la realidad histórica e histérica nos demuestra que el proceder de esta clase de bárbaros adolescentes viene de antes; de mucho antes; de tempos inmemoriales. Sucede que, antes, no era tal cosa demasiado noticiable, mientras que en la actualidad -también a causa del virus de moda- todo lo que mueve el bicho requiere la atención de todos los medios de comunicación habidos y por haber.
Y digo yo: la juventud no está reñida, para nada, con la imbecilidad. Es más: el joven sufre un porcentaje superior de posibilidades de penetrar en el estado general de idiotez humana en frente del mundo adulto que -digámoslo todo- no se queda atrás en este cometido.
Es una auténtica vergüenza y un indecente bochorno que, mientras que siguen habiendo muertos diarios y con los hospitales cargados de contagiados que lo pasan francamente mal mientras el virus sigue circulando libremente por las calles y domicilios (aunque, ciertamente, los datos indiquen un ligero estancamiento e, incluso, un leve descenso de casos) ciertas algaradas bulliciosas se sigan produciendo en nuestro país. No hay que olvidar que -dentro del grupo de alborotadores mamados- se da una cifra considerable de extranjeros, sobre todo franceses a quien no les es permitido, en sus respectivos países, tal forma de actuar y encuentran en nuestras plazas y avenidas su forma de expandirse en “libertad” (el concepto “ayusil” de libertad), a la vez que consumen todo tipo de productos adictivos a bajo precio; esto forma parte del núcleo en la oferta turística nacional... y ¡olé!
En otro apartado, existen (porque existen, no se crean) los putos negacionistas, gente sólo calificables des del punto de vista de la majadería internacional. Estamos hablando de la incultura como forma de monarquía popular, ahora, en estos tiempos, crecida gracias a las llamadas redes sociales de los cojones (siento la jangada que, en catalán suena como estirabot, palabra mucho más musical). Los negacionistas son, también, culpables de inducción al virus en forma de homicidios involuntarios (bueno, quizás no tan involuntarios) y deberían pagar por su mala leche con penas de órdago; sin rebajas de condenas ni nada de revisiones o indultos: a lo bestia.
Así está la cosa: más bien chunga o canina, por decirlo castizamente.
Con todo este montón de gente circulando libremente por la geografía mundial, la humanidad está entrando en una cuenta atrás que nos va a conducir, inexorablemente, al desastre final; al caos, a la barbarie, al crujir de dientes, a la vorágine, a la barahunda, al galimatías universal y, finalmente, a la oscuridad permanente y al desalojo planetario. Y, a todo esto, cuando se produzca este confinamiento astral, confío en que se celebrará el Juicio Final (en el que creo a ciegas), el resultado del cual será el gran triunfo de la justicia y allí se va a ver como se queman las almas malas en los territorios de Lucifer y algunos, pocos, escasos, seremos bendecidos con nuestra gloriosa entrada en el Paraíso, que ya no será terrenal sino celestial.
Y allí, en el Edén, en el Empíreo, en el Nirvana, disfrutaremos de copas de Sauternes sin la obligación de tener que compartirlo con un puñado de imbéciles...
Tengo versiones menos pesimistas, pero hoy no luce el sol y el cielo esta algo taponado. No se si se me interpreta...