OPINION

Ser o no ser

Marc González | Viernes 05 de febrero de 2021

Hace aproximadamente unos siete años decidí poner fin a una frustración personal. Como a algunos miembros de mi familia materna, toda la vida me ha gustado cantar. Estas cosas se maman, o quizás forman parte de algún tipo de predisposición hereditaria. Ignoro la base científica de ello, pero supongo que es así. Hasta entonces, lo hacía solo en la ducha, cuando escucho música, mientras trabajo o en la sobremesa de cualquier celebración familiar, pero jamás lo había hecho en un coro, por lo que cuando se constituyó el del Colegio de Abogados no lo dudé y me inscribí. Quien no se ha subido a un escenario para actuar en público no puede imaginar el subidón de adrenalina que supone. Por eso muchos artistas suelen ser aves noctámbulas. Es difícil conciliar el sueño tras haber actuado. Hay pocas cosas que produzcan tanta satisfacción.

Soy bajo. Quiero decir que, de las cuatro voces de nuestro coro, ocupo el escalafón propio de las más graves, algo bastante común en muchos hombres, sobre todo a partir de cierta edad. Quizás pueda entonar alguna melodía en un registro más agudo, pero, o bien tengo que forzar puntualmente la voz, o bien cantar de falsete. No soy bajo porque quiera, sino porque mi aparato fonador es el que es.

Aunque no abundan, hay mujeres que también son bajos, es decir, que tienen unas cuerdas vocales y una caja de resonancia más parecidas a la media de los varones que a las del resto de mujeres. He cantado con “bajas” en encuentros corales y no existe diferencia perceptible alguna entre su voz y la nuestra.

También hay hombres que son sopranos, pero en este caso suelen tener menos de diez u once años de edad, porque con la adolescencia se agrava, y a veces incluso se estropea, la preciosa voz blanca de los chicos.

Si acudiera a mi querida directora y le dijera que me situase entre las sopranos, y aunque -Dios no lo permita- ella accediera, e incluso me vistiera tan elegantemente como ellas, seguiría siendo un bajo disfrazado de soprano y, es una obviedad, jamás podría afirmar que soy un soprano porque, sencillamente, no lo soy.

La disforia sexual o disforia de género es un grave problema que afecta a determinadas personas, que sienten que los caracteres sexuales que les identifican como varones o mujeres no se corresponden con su propia identidad. En pocas palabras, que habiendo nacido con los caracteres sexuales propios de una mujer, se identifican, en cambio, con el sexo masculino, o viceversa.

Y es un problema porque normalmente este diagnóstico psiquiátrico -así se define- acarrea una tremenda angustia a las personas afectadas, especialmente hasta que asumen su verdadera identidad y ésta les es reconocida a todos los efectos, también en el de la aceptación social.

Es, por tanto, muy loable que existan leyes que prevean estas situaciones y los mecanismos por los que un individuo puede llegar a corregir dicha disforia.

La llamada Ley Trans, cuyo borrador, elaborado en el seno del ministerio de Igualdad de la ministra Montero, ha trascendido esta semana, lejos de suponer una ayuda para las personas que sufren esta disforia sexual, constituye una absoluta trivialización de su problema.

El hecho de eliminar cualquier clase de diagnóstico médico o psicológico como fundamento para una alteración legal del sexo de nacimiento y substituirlo por una simple manifestación de voluntad de la persona interesada nos conduce a equiparar la situación de aquellos individuos que realmente experimentan un trastorno de la identidad de género con aquellos otros que, por el motivo que fuere, puedan pensar que les supone alguna ventaja inscribirse en el registro con un sexo distinto al de nacimiento, y ello aunque sigan ejerciendo a todos los efectos este último.

Pensemos, por ejemplo, en el acceso a plazas públicas reservadas -mediante eso que equívocamente se denomina como “discriminación positiva”- a mujeres, o en pruebas físicas adaptadas a cada género, o en la práctica de deportes federados, o en el uso de vestuarios o baños de instalaciones públicas, o en el régimen agravado de la violencia contra la mujer. La casuística es ilimitada. Según la Ley Trans, yo podría ir mañana al Registro Civil y, haciendo uso de esa entelequia denominada “libertad de género”, inscribirme como mujer, aunque no piense cambiar ni un ápice mi aspecto, ni mi comportamiento social, ni, obviamente, mis preferencias sexuales, y ello aun cuando no padezca una disforia de género. Simplemente, porque me da la gana. ¿Y si luego cambio de opinión? En este caso no habría problema para volver a ser legalmente un varón, supongo.

Mucho más peligrosa es la previsión legal de autorizar un proceso de hormonado y cambio de caracteres sexuales a partir de edades infantiles sin un diagnóstico médico determinante, teniendo en cuenta que la identidad y la orientación sexual pueden ir conformándose y experimentar cambios en algunos individuos durante la pubertad y adolescencia y no quedar fijados hasta superada esa edad. No es de recibo que se consienta que un adolescente menor de edad pueda autoinfligirse un daño irreversible en su cuerpo y en su propia identidad como persona.

Afortunadamente, en el Gobierno parece existir un sector que abomina de este anteproyecto. La identidad no es un juego o un capricho, ni una simple manifestación del libre albedrío.

Proteger y amparar a las personas que sufren disforia de género exige no banalizar su problema.