OPINION

La cabra tira al monte

Jaume Santacana | Miércoles 21 de octubre de 2020

Lo cierto es que -a medida que voy cumpliendo, religiosamente o no, años y más años- me voy dando cuenta del distanciamiento que me separa del resto de la sociedad. Creo que no he alcanzado todavía la categoría de asocial (que no “antisocial”) pero, vamos, el recorrido hasta la meta ya está más que trillado. Tiendo, eso sí, a alejarme de todo aquello que realiza, en general, la gran masa humana que, dicho sea de paso, tiene, de serie, una enorme capacidad de reacción gregaria. Las multitudes aman a las multitudes. Entre ellos, los masificados, se atraen y se realimentan, tal como si se necesitaran; como si no pudiesen vivir, ni tan siquiera respirar uno sin el otro. Lo más curioso es que -con el sano objetivo de retirarse de la circulación y del brutal ruido- los urbanitas (que son los más adocenados y aborregados) se van de las ciudades, huyen a la búsqueda de algo de quietud y sosiego, sin querer enterarse de que otros millones de infelices piensan lo mismo y así, claro, sucede lo que sucede: que coinciden. Es ley de vida.

En dos estaciones del año, en los solsticios de invierno y de verano espero, pacientemente, poder ver -en las portadas de los periódicos y en imágenes de televisión (en radio ya es más complicado)- las clásicas fotografías de esquiadores y playeros, respectivamente, sumidos en los también respectivos caos tumultuarios. Los de la nieve, con un frío que congela miembros y habillados de astronautas con palos y gafas pijas de sol para jugar un ratito bajando por los montes, después de horas de cola (para subir, para cambiarse, para desayunar, para cenar, para llegar a destino y volver...); los de la orilla del mar, tostándose, acalorados y efervescentes de sufrimiento calorífico, embadurnados de crema pegajosa, con arena rebozándoles la grasa, con pelotazos de los criminales niños vecinos y con problemas y horas para aparcar sus vehículos que, más tarde, ya son hornos.

Pues bien: toda esta masa que se apelotona y amontona a granel en playas calientes y montes gélidos en los dos solsticios existentes (de momento), algo deben hacer para reencontrarse con sus paisanos durante los períodos equinoccios (si es que así se denominan) para no perecer de inanidad y desamparo urbano, digo yo. En estos especiales momentos -con la epidemia de las narices- lo tienen más difícil que antes: entre muchas otras cosas, les han “quitado” el fútbol. De manera que solo queda, los festivos, agarrar el coche, meter a la familia en su interior (en el de los coches, claro) y salir (en fila india y colapsados los unos con los otros -eso ya mola-) hacia cualquier destino, el que sea, pero que se aparte del asfalto, las aceras y los edificios altos de su ciudad polucionada. El único objetivo es salir: este, y no otro, es el verbo adecuado; salir y volver a conectar con sus alter egos, o sea convecinos; eso es vida.

En Catalunya, para poner un ejemplo, toda la ruralidad y aledaños se encuentra literalmente invadida por millones de seres humanos que se han desplazado hasta sus rincones más recónditos. Los parques naturales, sus accesos, caminos, carreteras y prados están más que saturados de vehículos y de gente que corretea entre la gente mientras disfrutan tirando al suelo todo aquello que normalmente se debería limpiar o guardar para, después tirarlo en papeleras. Todo se bloquea y todo queda hecho una guarrada descomunal. Así mismo, en las cimas de las montañas hay que pedir la vez para, tras horas de espera y un calzado inadecuado, para poder hacerse la selfie que, para eso “hemos subido”.

En fin, señores: estamos inmersos en un desastre generalizado, apelmazados en lo que antes era aire libre y rotos por la falta de espacio dentro de lo que, en principio, debería seguir siendo espacio libre.

Por favor: confínense ustedes y disfruten de un buen libro junto


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