El 2020 ha sido un año muy extraño. Creo que no hace falta que expliquemos el motivo de esta afirmación después de los recientes meses confinados en lo que la humanidad se ha visto habitar un planeta paralizado por el Coronavirus. Un año extraño. Sin embargo, la belleza nos ha sorprendido.
Hace un año que vivo detrás de una ventana que da al Jardín municipal de «El Drago» del Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna. No hay sacerdote en nuestra diócesis que no tenga alguna anécdota relacionada con este viejo árbol típicamente canario que les acompañó mientras el ex convento de Santo Domingo fue Seminario Diocesano. Soy un privilegiado al tenerlo tan cerca, majestuoso aún sobre sus empedrados cimientos que han evitado que se partiera de grande y de viejo. El Drago del Seminario Viejo.
El pueblo que me vio nacer hace gala de otro drago, milenario y gigante. Veinticuatro metros de altura lo convierten en símbolo de Icod de los Vinos y objeto de visitas de infinidad de extranjeros. Lo peculiar de cada pueblo asume nombre de árbol para el municipio icodense.
Y en este terrible año, los dragos han vuelto a florecer. Y sorprende, porque no lo hacen todos los años. De ordinario hemos de esperar catorce años a que lo hagan. Y cuando lo hacen, subdividen sus ramas y vuelven a crecer. Cuando florece un drago acontece algo extraordinario. Y en 2020 han florecido los dragos.
Mirando este viejo drago escribo estas letras. Y al mirar sus brotes florecidos se evoca la belleza que siempre nos sorprende. Lo extraordinario de cada rato. Lo especial de la vida ordinaria. La preciosa sorpresa que habita lo corriente, lo de siempre, lo común. Es la sensibilidad de Azorín convertida en realidad. Lo vulgar ocupando el protagonismo si nos dejamos sorprender por ello. Detalles que rompen el fondo convirtiéndose en figuras. Hay siempre algo hermoso detrás de las apariencias. Hay algo bueno y verdadero detrás de cualquier esquina. Solo hacen falta ojos para verlo.
Aún alguno se extraña de la referencia hecha por Benedicto XVI de Dostoievski cuando decía en una de sus trágicas novelas que «(…) el ser humano puede vivir sin pan, pero no puede vivir sin belleza». Sin pan, simbólicamente, se agota su biología; sin belleza muere lo que hace habitable el mundo. De tal forma que dar de comer al hambriento no es solo un esfuerzo social ante la necesidad vital, sino un acto de sanación de la fealdad de un mundo oscuro y enfermo. No son los pobres lo que afean las ciudades, sino la insolidaridad que no florece en los viejos dragos de nuestras relaciones sociales.
Dicen en Gales que los dragos están en peligro de extinción. No lo creo; más bien está en peligro de extinción la capacidad de contemplar la belleza.