OPINION

Islas Canarias, ¿pasodoble o realidad?

Jaume Santacana | Miércoles 15 de agosto de 2018

Les voy a contar a ustedes, amables lectores, algo insólito que me ha ocurrido este pasado fin de semana. De entrada, algunas precisiones necesarias para comprender la magnitud de mi sorpresa.

Resulta ser que, desde mi más tierna infancia, siempre había creído que lo de las Islas Canarias era un camelo en toda regla; una engatusada de padre y muy señor mío. Nunca, jamás, ni mis progenitores, ni mis maestros, ni mis amigos, ni nadie, me habían hablado de estas presuntas islas. Tal como si, en la más estricta realidad, no hubieran existido. De hecho -y rizando el rizo- no he conocido a ninguna persona de entre mis círculos de conocidos, amigos y saludados que hubiera estado en este territorio lejano, en lo que se podría denominar (un poco familiarmente quizás) la quinta leche. Dos son las únicas referencias -falsas, siempre lo pensé- que daban sobre su existencia: aquel paralelepípedo que aparecía en la parte suroeste de los mapas del tiempo (me despertaba enormemente la curiosidad que dicha zona tuviera unas fronteras tan rectilíneas, como las que, en su momento, trazaron los colonizadores europeos sobre los territorios africanos o asiáticos) y aquella coletilla tan sobada que expresaba, grácilmente, que era “una hora menos en Canarias”.

Dejando de lado dichas alusiones, nada podía presumir que las Islas Canarias existieran de verdad, seriamente, sin motivos de chanza. En la escuela, para poner un ejemplo, mientras estudiábamos la Historia de España, ningún profesor hizo la más mínima mención a que hubiera habido en aquel archipiélago africano ni el más relevante acontecimiento que mereciera, ni siquiera, cuatro líneas en los libros de Historia. Hay que ver, lo que son las cosas: ni los romanos, ni los griegos, ni los visigodos, ni los celtas, ni los vikingos ni incluso los catalanes se dejaron ver por allí; y eso que eran gente corrida y poseían barquitos para navegar cómodamente (excepto los esclavos, claro). Esa gente no pasaron jamás por las Canarias. Y si, por aquellas casualidades de la vida anduvieron merodeando por las cercanías, no las vieron o no las supieron ver o no las quisieron ver. O, a lo peor, vieron los islotes, decidieron hacer la vista gorda y se largaron por la vía rápida, o sea, a galope remero.

Así que, un servidor, con estos precedentes no tuvo nunca consciencia de la existencia de los arrecifes del paralelepípedo en cuestión.

Volviendo al relato inicial, durante los últimos días de la semana que nos precede, fui invitado, gentilmente, a una comida y una cena en honor del bodorrio de un buen amigo. Y ¿qué sucedió? Ocurrió lo que nunca se me hubiera pasado por la cabeza que pudiera suceder: va y resulta que entre los invitados me presentan a un par de personas que decían ser canarios (voy a renunciar al chiste fácil, ¿de acuerdo?; por el respeto que les debo, lectores míos). Un hombre y una mujer que me aseguraron -después de demostrarles mi incredulidad más fiera- que, efectivamente, eran hijos de las Islas Canarias; y, es más, que habitaban aquellas tierras con normalidad y buena voluntad. Entablé conversación con ellos y con el tiempo me avine a pensar que eran humanos corrientes, ordinarios, sin el significado peyorativo que, a veces, implica dicho adjetivo; terrenales, vamos, perecederos y efímeros como el resto de los terráqueos.

Gente buena, agradables, afables y encantadores, me contaron un sinfín de aspectos que rodean a sus compatriotas isleños, como la curiosidad de construir una gran cantidad de vocablos con el dígrafo CH. También me narraron que sus islas eran pedazos de tierra rodeados de océano por todas partes y que no utilizaban istmos que les unieran a nada; que ya les iba bien así y que no tenían ningún interés en constituirse como península que, de eso, ya había muchas, tantas como repúblicas bananeras.

Total: que aunque tarde, he descubierto que las tan cacareadas Islas Canarias parece que son una realidad y -a fuer de ejemplos- bien podría ser que todos sus habitantes fueran de la misma calaña que mis primeros canarios, es decir, dicharacheros (esta palabra les debe encantar por el mero hecho (hecho, también) de poseer un buen par de ce haches en su construcción).

No tengo ni idea de cómo se puede llegar hasta aquellas remotas tierras tropicales; ignoro si se acercan aviones, barcos u otros artilugios mecánicos hasta allí pero, en todo caso, mi intención sincera es la de dirigirme hasta el archipiélago para comprobar, de primera mano, si lo que me han contado es verdad o si son unos auténticos farsantes y me han colado un golazo de mucho cuidado y tengo que seguir pensando que las Canarias no existen. La pregunta es: si las Canarias no existen, entonces ¿de dónde putas vienen los plátanos?

Tengo mis dudas, todavía...


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