OPINION

Madre mía

Vicente Enguídanos | Viernes 04 de mayo de 2018

Surfeaba sobrevolando las olas de la vida, impulsado por las velas del éxito profesional. Décadas de esfuerzo y sacrificio habían dado su fruto y me sentía como el héroe de un cómic, indestructible y capaz de todo. En derredor mío, todo eran parabienes y sonrisas, tan empalagosas e interesadas como las moscas que rodean un panal.

A la vuelta de una velada efervescente, al final de otra jornada pletórica, sucedió la tragedia. El coche que nos devolvía a casa de madrugada, atravesó incontrolado la mediana de la autovía y una furgoneta que circulaba en sentido contrario nos golpeó violentamente. Acomodado en el asiento del copiloto, salí despedido del vehículo hasta un erial, donde las asistencias que acudieron en nuestro auxilio no me vieron y solo los operarios de las grúas que retiraron los restos de chatarra se percataron de mi presencia, horas después. La hipotermia provocada por la estancia a la intemperie invernal no era tan grave como los politraumatismos sufridos, especialmente en la cara, costillas y vértebras lumbares.

Inmovilizado en la cama, como consecuencia del riesgo de sufrir una paraplejia, transitaban por el hospital decenas de amigos y conocidos, interesados por mi situación y sus posibles consecuencias. Pero, poco a poco, las visitas se fueron espaciando cuando dejaron de verse obligados por la cortesía, al tiempo que la tristeza por la impotencia y la soledad se apoderaban de mí.

No había sido la primera cara que vi al nacer, pero sí era el rostro que siempre me miraba. Cada día, más aún cada noche, los ojos de quien me dio la vida han permanecido atentos a cualquier eventualidad, a cualquier adversidad que amenazara mi felicidad. En esos momentos de desesperación fue la mejor enfermera, amiga y cómplice que se pueda desear. Pero no solo en esa ocasión y sin que jamás perdiera fuerzas de flaqueza, por eso reivindico que este primer domingo de mayo no debería ser el único día de la madre.

Con el trascurso de los años, el peso de las canas ha encorvado su espalda y deteriorado su vitalidad, pero no atenuó su capacidad de amar, con el más altruista de los sentimientos. Un afecto tan poderoso que resulta difícil de soportar, pero que no hace falta esperar a perderlo para valorarlo en su justa medida. Por eso me atrevo a sugerir que no esperes a que llegue el día marcado en el calendario, ni despejes tu conciencia solo con un presente envuelto por un lazo.

Hoy, mañana y cada fecha del calendario debe ser el día de la única persona que no utiliza la primera persona del singular cuando está a tu lado y que ha renunciado a casi todo por ti. Por eso devuélvele siempre una sonrisa comprensiva cuando te desespere y un cálido beso cuando no comparta tus prioridades. Ella lo merece y tú te sentirás bien.

Desde esta columna prometo cundir con el ejemplo a diario y reconocerle a ella, madre mía, cuánto ha hecho por mí.




Noticias relacionadas