OPINION

¡Hasta pronto, Valentín!

Jaume Santacana | Miércoles 24 de enero de 2018
Ha fallecido una persona. Un hombre bueno.

Soy perfectamente consciente de que, cada día, mueren en el mundo una cantidad enorme de personas. La muerte es un escenario en el que algún día todos tenemos que subir para ser protagonistas. Junto con los nacimientos es la materia más universal que existe. De la nada nace algo que luego desnace, como quien no quiere la cosa. Las defunciones son lo más natural de la vida y pasan por el trance todas las variedades del reino animal y vegetal: hombres, gatos, crisantemos... y dentro del género humano da lo mismo que sean ricos que pobres, negros que blancos, oficinistas o danzarines, altos o bajose

Ustedes, lectores, no tienen por qué haber conocido a Valentín. No tenían ninguna obligación aunque, la verdad, lamento que no hayan tenido el placer de conocerlo. Lo siento porque se lo han perdido. Es una lástima. Ahora son los suyos y yo mismo quienes lo hemos perdido. Un hombre sin dobleces.

El señor Valentín era mi vecino. Lo fue durante muchos años. Nos separaraban cuatro pisos pero lo cierto es que, con el transcurso de los años, la escalera se fue reduciendo y el mutuo aprecio se apoderó de nuestras vidas. Cada vez que cruzaba el umbral de su piso un sentimiento de alegría rondaba mi mente. Se me presentaba la posibilidad de charlar un rato con él y su mujer, Gregoria, y este simple hecho me producía una gran satisfacción. Mi vecino era muy hablador. Mucho. Yo también. Mucho. Nuestras conversaciones versaban sobre multitud de temas tanto políticos como sociales, como históricos como de todo lo que estaba pasando o nos venía en gana desgranar. Valentín tenía su punto de socarronería; a veces incluso se acercaba, discretamente a la sorna y hasta a la retranca gallega, aunque no lo fuera. Por mi parte, yo hacía -en nuestras serenas discusiones- mi papel con mi peculiar humor, cercano a la ironía. Me gustaba pincharle o llevarle la contraria y él me rebatía con largos discursos mis ilusas ideas. Si durante nuestra charla alguien intervenía y le distraía de sus originales peroratas reclamaba de nuevo mi atención a base de chistar su lengua entre sus labios como quien llama a un camarero en un restaurante. Y así, hasta retomar el hilo.

Valentín era un buen hombre con un corazón que se salía de madre a la más mínima. Se hacía querer y la gente que le rodeaba aprendía, constantemente, de su experiencia y de su empatía natural y espontánea. Reitero: era “más”que un vecino; me alegraba la vida y me permitía disfrutar de la sociabilidad en estado puro. Le voy a echar en falta. Y él a mí, claro.

Una persona con la sencillez a flor de piel y luciendo honestidad por todos sus poros me ha desgarrado -con su despedida- una parte de mi corazón; bueno, de lo que llamamos crípticamente corazón y no es otra cosa que la parte honda de nuestro ser interior, nuestros sentimientos, nuestra verdad más profunda y sensible con sus contradicciones incluidas.

Valentín, mi apreciado Valentín: debo confesarle que -cuando nadie me veía, en mi silencio más callado- he soltado unas lágrimas muy auténticas, muy veraces, muy mías. Una pena seguramente algo egoista porque usted, sin voluntad expresa, me ha robado unos ápices de mi personal felicidad. Esto no se lo voy a perdonar. A cambio, yo le he robado a usted una parte del cariño que su persona me dedicó generosamente. Creo que nos debemos disculpar mutuamente.

Un escritor francés, François Mauriac, dijo que “la muerte no nos roba a los seres amados; al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo”.

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