Desde ayer lunes 13 de noviembre la Organización Mundial de la Salud (OMS) celebra la Semana Mundial para la Concienciación sobre los Antibióticos, que se ha hecho coincidir con el Día Europeo para la Concienciación sobre los Antibióticos, una iniciativa europea de salud pública que tiene lugar cada año el 18 de noviembre.
Ambos empeños, y otros muchos que se desarrollan simultáneamente por todo el mundo, pretenden llevar al conocimiento de los ciudadanos el peligro que supone para la salud pública la resistencia a los antibióticos y la importancia de guardar un uso prudente de los mismos. Todos los datos disponibles indican que el número de pacientes infectados por bacterias resistentes está creciendo en toda Europa (y en todo el mundo) y, por tanto, la resistencia a los antibióticos se ha convertido en una de las mayores amenazas para el bienestar y la salud de los ciudadanos.
Este incremento continuo y acelerado de la resistencia de las bacterias a los antibióticos, así como su diseminación generalizada ha sido una constante en los últimos decenios. Hace tiempo que muchos expertos vienen exponiendo el problema y anunciando la posibilidad de que llegue un momento en que tengamos serios problemas para el tratamiento de las infecciones.
Los antibióticos han sido, y aun son, el grupo de medicamentos que más vidas ha salvado en la historia de la humanidad. Nos han proporcionado una opción terapéutica eficaz y curativa de los padecimientos que han sido el azote de nuestra especie desde que aparecimos sobre el planeta: las enfermedades infecciosas. Solo las vacunas han salvado más vidas, al actuar en el campo de la prevención, y la sinergia de ambas alternativas, la preventiva, las vacunas, y la terapéutica, los antibióticos, ha significado el control que, al menos en el mundo desarrollado, hemos podido alcanzar sobre las infecciones.
Solo hace setenta años que disponemos de antibióticos, desde la Segunda Guerra Mundial, así que aun viven personas que conocieron la era preantibiótica y todos los que nacimos en los años 50 y 60 del siglo pasado recordamos lo que nuestros padres y abuelos nos contaban acerca de los estragos de las infecciones. La tuberculosis significaba una condena a muerte y la neumonía, la meningitis o la septicemia tenían una mortalidad muy elevada, sobre todo entre niños y ancianos; pero también infecciones en principio no tan graves, como la tosferina, la amigdalitis estreptocócica o una forunculosis podían complicarse y ocasionar secuelas graves o incluso la muerte. Infecciones como la sífilis se cronificaban y causaban secuelas gravísimas y, en última instancia, la defunción de los pacientes.
Por no hablar de lo que han supuesto para la humanidad las grandes epidemias de algunas enfermedades infecciosas, como la peste, el cólera, el tifus exantemático o la gripe, por citar solo algunas de las más conocidas y que han condicionado la historia de las civilizaciones.
Hemos utilizado los antibióticos con demasiada ligereza, para patologías en las que eran innecesarios, en concentraciones inadecuadas y no hemos tenido el cuidado adecuado en el seguimiento de las consecuencias del uso de unos medicamentos tan importantes y decisivos para nuestro bienestar.
El uso prudente de los antibióticos, que siempre debió ser la norma, se ha convertido en una necesidad imperiosa para detener la escalada desbocada de la resistencia. Se ha abusado del uso de los antibióticos en los hospitales, en la atención primaria, en la medicina veterinaria y en las explotaciones e industrias agropecuarias. Los hospitales han favorecido la aparición de bacterias resistentes y son uno de los focos antropogénicos de diseminación de resistencias, pero ni mucho menos son la única causa del problema. Los residuos activos de antibióticos, que acaban induciendo la aparición, o selección, de resistencias en las bacterias ambientales, que después se transmiten a las bacterias patógenas, llegan al medio ambiente desde varios orígenes principales, sobre todo desde los sistemas urbanos de tratamiento y eliminación de aguas residuales y desde los desechos de las explotaciones ganaderas.
La utilización de antibióticos como adyuvantes en el crecimiento de los animales es una práctica muy extendida que induce la selección de resistencias y su dispersión por el medio ambiente. Se han hecho estudios que demuestran la presencia muy elevada de marcadores de resistencia en suelos agrícolas abonados con deyecciones de animales, mientras que es mínima en suelos de parques nacionales donde nunca ha habido actividad agrícola ni ganadera.
Se ha detectado, en multitud de estudios, la presencia de bacterias resistentes en ríos, en lagos, en el mar, en el suelo y, en general, en todas las zonas afectadas por la actividad humana, así que nos enfrentamos a un problema global, que se agrava por el hecho de que en estos momentos hay muy pocos antibióticos nuevos prometedores en investigación y desarrollo. Las bacterias han demostrado ser capaces de evolucionar y desarrollar mecanismos de resistencia a un ritmo mucho más rápido que nuestras posibilidades de conseguir moléculas nuevas.
Algunas proyecciones realizadas en estos últimos tiempos han estimado que, de continuar la evolución de la situación como hasta ahora, hacia el 2050 se producirán en todo el mundo alrededor de diez millones de muertes anuales, provocadas por infecciones que no podrán tratarse con antibióticos. La vuelta a un mundo en el que las enfermedades infecciosas, al menos algunas de ellas, no tengan tratamiento es aterradora y una demostración más de la decadencia intelectual y moral de nuestra civilización, ya que, de producirse, será por una mezcla letal de estupidez, desidia, negligencia, codicia y autocomplacencia.
Si no queremos llegar a un punto sin retorno debemos tomar medidas drásticas de inmediato. Se debe regular y controlar el uso de antibióticos, tanto en medicina humana como veterinaria. Se debe reducir el uso de antibióticos de amplio espectro. Se debería prohibir de forma radical el uso de antibióticos en la industria agropecuaria. Se debería tratar los residuos de los hospitales, residencias y centros sanitarios de modo separado, incluyendo las aguas residuales, a fin de evitar que lleguen al medio ambiente.
Los ciudadanos debemos concienciarnos de que no hemos de automedicarnos. No hay que tomar antibióticos más que cuando nos los recete el médico y debemos tomarlos en las dosis y durante el tiempo que se nos indique. Los antibióticos que sobren no hemos de guardarlos para usarlos después en condiciones descontroladas o, peor, dárselos a algún familiar o amigo, ni tampoco tirarlos a la basura. Los antibióticos y todos los medicamentos sobrantes debemos llevarlos a las farmacias, que disponen de un sistema adecuado de recogida para su posterior desecho sin contaminar el medio ambiente. Hay que evitar la diseminación ambiental de los antibióticos.
Y para evitar el sobrante de antibióticos las autoridades deberían ya diseñar un programa de presentación obligatoria de los mismos en unidosis, no solo en los hospitales, sino también en las farmacias. Si hay un grupo de medicamentos en los que esto es posible es precisamente el de los antibióticos. Son, deberían ser, fármacos de uso definido, para un proceso concreto y que se deben tomar durante un tiempo limitado, jamás son de uso crónico. No existe, por tanto, ningún impedimento para que sean envasados en monodosis y suministrados a los pacientes en el exacto número de unidades prescrito por los facultativos.
De como seamos capaces de abordar este problema y de modificar nuestros (malos) hábitos adquiridos, depende la relación futura de nuestra especie con las enfermedades infecciosas. La guerra química indiscriminada no está funcionando bien. Tras una primera fase exitosa, las bacterias han demostrado una extraordinaria capacidad de resiliencia y están invirtiendo el signo de la contienda con una contraofensiva masiva en todos los frentes. Debemos revisar nuestra estrategia y nuestras tácticas, siendo conscientes de que, con toda probabilidad, a lo máximo que podemos aspirar es a una estabilización de las líneas de la batalla y a una confrontación permanente de baja intensidad con ofensivas esporádicas de los gérmenes resistentes que ya veremos si somos capaces de contrarrestar.