OPINION

Dos Europas

Emilio Arteaga | Martes 21 de febrero de 2017

Este fin de semana se han producido dos acontecimientos ilustrativos de la disyunción radical en la que se encuentra la sociedad europea en estos momentos.

De un lado las multitudinarias manifestaciones de Barcelona y Palma, dentro del movimiento Casa nostra, casa vostra, a favor de la acogida inmediata de los solicitantes de refugio en la Unión Europea y por un cambio en la regulación de la política de asilo, que simplifique y acelere el proceso, de modo que las personas afectadas no queden en una especie de limbo jurídico durante varios años, como ocurre en la actualidad.

De otro lado, el discurso de Geert Wilders en Holanda, que significaba de alguna manera el inicio de la campaña para las próximas elecciones generales en los Países Bajos y su declaración de intenciones para la misma. Wilders, congruente con todo lo que ha venido diciendo en los últimos años, pero más agresivo que nunca, seguramente envalentonado por las victorias del “brexit” y de Donald Trump y el crecimiento en las encuestas de Marine LePen en Francia y de él mismo en su propio país, se despachó contra los inmigrantes, sobre todo los musulmanes y muy especialmente los marroquíes, a los que calificó indiscriminadamente de chusma o, según algunas versiones, de escoria. Propuso la prohibición inmediata de entrada al país de las personas de religión islámica, la demolición de todas las mezquitas y, por supuesto, la salida de Holanda de la UE y del euro. Todo ello para conseguir, según él, recuperar el país para los holandeses y crear una Arcadia feliz neerlandesa.

Las manifestaciones de Barcelona y Palma son la expresión de la Europa solidaria, abierta, democrática, que se fundamenta y se enraiza en la tradición humanista, en el respeto a los derechos humanos y en la fraternidad entre las personas.

El discurso de Wilders y el de todos los dirigentes populistas xenófobos que tanto han proliferado y tanto han medrado en los últimos años en Europa, como Nigel Farage en el Reino Unido, Marine Le Pen en Francia, Matteo Salvini y Beppe Grillo en Italia y tantos otros, entronca por el contrario con otra tradición también europea, por desgracia, de xenofobia, aislacionismo, ultranacionalismo, chovinismo e integrismo.

Este substrato xenófobo siempre ha estado presente, pero después del desastre de la Segunda Guerra Mundial, en el que los fascismos mostraron su verdadera cara, pensábamos que nos habíamos vacunado y parece que hemos estado equivocados. Tras el final de la guerra y la partición del continente en dos bloques, surgieron en Europa occidental unos líderes que fueron capaces de entender que la democracia, el respeto a los derechos humanos y la unidad eran indispensables para consolidar para los europeos un futuro de paz y prosperidad y que no se repitieran desastres como las dos guerras mundiales.

El desarrollo económico y la tensión permanente con el bloque comunista favorecieron unas décadas de progreso y consolidación de la unidad europea y del modelo del estado de derecho, democrático y social, cuyos símbolos máximos son la separación de poderes, los parlamentos de elección por sufragio universal como representantes de la soberanía popular y el estado del bienestar como mecanismo de redistribución de la riqueza y garantía de una vida digna para todos los ciudadanos.

El substrato xenófobo, intolerante, quedó oculto, agazapado, pero en modo alguno desapareció. Alemania, como causante y perdedora de la guerra, pagó un precio muy alto, en forma de mutilación territorial y división en dos países, uno perteneciente a cada bloque y tuvo que enfrentarse a su pasado y a las atrocidades del régimen nazi, pero otros países tuvieron la habilidad de colocarse como víctimas de la agresión nazi y limpios de culpa.

El caso más flagrante es el de Francia, en la que una gran parte de la población, incluso a pesar del trauma de haber sido derrotados y estar invadidos por Alemania, colaboró con entusiasmo en la persecución de los judíos y también con el esfuerzo bélico alemán. Hubo divisiones de las SS formadas por voluntarios franceses combatiendo en el frente oriental. Al acabar la guerra, los franceses tuvieron la habilidad de construir un discurso de resistencia e incluso se erigieron como una de las potencias vencedoras. Y a nivel interno hubo depuración de alguna de las figuras más notables y evidentes del colaboracionismo, pero poco más.

Lo mismo pasó en otros países. En Holanda, en Bélgica, en Dinamarca, en Noruega hubo muchos colaboradores y también hubo divisiones de las SS formadas por voluntarios holandeses, belgas (flamencos y valones), daneses y noruegos. También finlandeses, polacos, ucranianos, estonios, letones, lituanos, húngaros, croatas, albaneses, búlgaros, rumanos y, por supuesto, italianos y la división azul española.

Ahora todo ese substrato xenófobo está reemergiendo desde el fondo de la conciencia colectiva de muchos países europeos y está poniendo en peligro los logros de los últimos 60 años. Los políticos y partidos xenófobos populistas significan la vuelta al pasado, a un pasado idealizado por el que sienten nostalgia y añoranza y que se basa en el aislacionismo y, sobre todo, en el rechazo a los extranjeros, a las minorías y a los diferentes, en especial a los musulmanes, que, en cierto modo, han sustituido a los judíos como sujeto preferente de su aversión y su odio.

En los próximos meses, además de en Holanda, habrá elecciones generales en varios países de la UE, entre ellos los dos más importantes, Alemania y Francia. De cuál de las dos Europas, la democrática y solidaria o la populista y xenófoba, consiga un respaldo mayoritario de los ciudadanos, dependerá el futuro del continente en los próximos años.