Vicente Enguídanos | Viernes 10 de junio de 2016
La esperada encuesta del CIS difundida este jueves marca el preludio de una campaña electoral más compleja e incierta que ninguna de las once anteriores. Aunque muchos analistas repiten que el cuadro no va a diferir notablemente del dibujado el pasado 20D, la reunión de Podemos con todas sus confluencias marcará un antes y un después en la joven democracia de nuestro país.
Los quince días de la campaña oficial serán decisivos, aunque la bandera de salida, sin apenas carteles que pidan directamente el voto, bien podría parecer que se agitó a mediados del pasado año. Probablemente, muchos no decidirán la carta hasta el mismo día de los comicios, como casi el diez por ciento de los electores definieron su opción política a pie de urna hace seis meses. Es más, si nos atenemos al barómetro postelectoral del CIS, divulgado a principios de mayo pasado, cerca de cuatro de cada diez electores tomaron una decisión en las dos semanas previas a los comicios, un plazo que casi todos considerábamos poco eficiente porque hasta ahora no suponía un revulsivo para casi nadie.
Aquella encuesta, en la que cerca del 80% de los votantes no se arrepentía de la papeleta que había introducido en los sobres correspondientes, se confirma varios meses después al resultar muy poco relevantes las diferencias entre los resultados obtenidos en diciembre y los que vaticina el Centro de Investigaciones Sociológicas en la víspera del arranque electoral. El gran giro es la traducción en escaños que supone la mejoría en intención de voto que ha obtenido la gran coalición (son más de cuarenta partidos y agrupaciones compartiendo siglas), resultante de la conjunción de Podemos y todos sus satélites, con Unidad Popular. Sobre todo porque su avance se efectúa en detrimento del PSOE, que se asoma peligrosamente al precipicio, mientras Populares y Ciudadanos crecen levemente.
Con el PP incapaz de vencer la apatía, la formación naranja tratando de recuperar el centro perdido y Unidos Podemos disfrazado de socialdemócrata sueco, será el PSOE quien se vea en la obligación de tomar postura en favor del populismo o de la continuidad, antes de que le extiendan el certificado de defunción. Con los herederos de Pablo Iglesias, atrapados entre el homónimo de su fundador o el adversario ideológico, España se levantará el 27 de junio como en una escena del Groundhog Day, tal como si reviviera una escena propia de un Déjà vu, pero que se escribirá con un epílogo bien diferente. Final que, desgraciadamente, no concluirá con la investidura de un nuevo Presidente, sino que marcará el inicio de un periodo de confrontación y convulsión social, donde será difícil encontrar acuerdos mayoritarios para legislar y definir un proyecto de futuro.
No piense que será una pesadilla, ya que puede despertar antes de que tengamos un gobierno que no le guste ni a quien le votó y unas Cortes que no puedan aprobar ni los presupuestos, porque la reconstrucción socialista precise de visibilidad para oponerse a un gobierno conservador o porque la amalgama de progresoberanistas encuentre la resistencia de un Parlamento que no está dispuesto a meter España en una centrifugadora.
Con la proyección en escaños de las 17.500 entrevistas efectuadas, incluso antes de que se acordara la coalición más estratégica y menos ideológica de nuestra reciente historia, incluyendo su recurrente paso por cocina, el partido morado cumplirá fielmente con una estrategia que comenzó a diseñar cuando su líder se autoproclamó vicepresidente y aspirante a capataz del aparato relevante del Estado. Siendo la segunda fuerza parlamentaria, con la derecha incapaz de sumar más votos que los propios y sin reparos con el nacionalismo excluyente, poco tardará Pablo Iglesias en abrir su “corazón” al Rey para que le permita propiciar un cambio de sistema desde el Palacio de la Moncloa, obligando a que aterrice la gaviota, mientras el puño se pincha con la rosa y señalan un precio los que hoy aseguran su negativa.
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