Joana Maria Borrás | Domingo 13 de marzo de 2016
Erase una vez un País cuarentón que comenzaba a cambiar. Años atrás, en ese mismo País, políticos y corruptelas campaban a sus anchas, sin que ninguna denuncia llegara a buen puerto. Nadie se atrevía con los más poderosos, con aquellos que movían los hilos delante y detrás del escenario, y que cuando pestañeaban tenían una cohorte de lacayos recogiendo pestañas del suelo. No habían podido con ellos la multitud de Quijotes anónimos, que hoy desde la sombra y ayer desde la valentía, cayeron del caballo convencidos de que aquellos molinos no eran fantasmas imbatibles, sino simples villanos, personas innobles, vencibles al fin y al cabo.
Recogieron sus bártulos los mortificados desde distintas torres de defensa, por haber tenido la osadía de decir no, o cuestionar la palabra de esos semidioses, auto coronados con guirnaldas navideñas a falta del halo que, de forma natural, corona a las grandes personas, a los que de verdad merecen respeto y lo imponen.
Sin embargo, un buen día, algo comenzó a cambiar. Algunos de los damnificados consiguieron remover los pilares de ese País anquilosado en usos y costumbres que vulneraban la Ley de forma ostentosa y sin ruborizarse. Comenzaron a caer y ser tocables los intocables de ayer.
Los que ostentaban el poder de combatir el mal, y hasta entonces lo habían hecho a medio gas, porque también eran tocables, se dieron cuenta de que, simplemente aplicando la LEY, y haciéndolo al unísono, todos a una, tendrían la fuerza necesaria para evitar las represalias, las amenazas, la represión sin más, por el simple hecho de desarrollar la labor que les había sido encomendada.
Por desgracia, en ese País existían otros personajes. Sin escrúpulos, gente de esa que sabe aprovechar cualquier oportunidad para medrar más, aún siendo mediocres. Y aprovecharon la oportunidad: El País se lleno de inocentes denunciados, imputados, absueltos, desaparecidos de la vida pública y casi, de la privada.
Lo que era, en un principio, serio, se convirtió en un circo y los medios de comunicación bullían en actividad como nunca habían tenido desde hacía años.
Aparecieron copias de Quijotes que en realidad, ya no lo eran. Porque el nuestro, el autentico, es valiente desde la quimera, no desde el estrellato.
En ese País comenzaron a hablar en voz alta y a cantar como pajaritos incluso los que antes aplaudieron a los villanos. los verdaderos valientes, todavía permanecen hoy en el anonimato. Sólo ellos saben y sabrán lo que tuvieron que vivir y callar y la presión psicológica o profesional a la que fueron sometidos. En ese País, de estos, los había miles, pero no se conocían entre ellos.
Llegó un momento de euforia tal, en la persecución del “presunto mal”, que ni tan siquiera era necesaria la presentación de una denuncia para que alguien fuese crucificado públicamente. Bastaría con aparecer en la portada de algún medio de comunicación en el que se insinuara su participación en algún hecho cuestionable.
Y como antaño, en los circos romanos, ahora en ese País, por las mañanas, los ciudadanos se reunían entorno a sus cafés, solos o con leche, para comentar la última función.
Pero se les fue de las manos. Ese País casi cuarentón, no se dio cuenta del peligro que representaba perder el equilibrio entre los tres grandes poderes. El peligro que representaba que sus ciudadanos les perdieran el respeto. A partir de ahí recuperarlo, no iba a ser tarea fácil….
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