OPINION

¡Basta ya de payasadas!

Jaume Santacana | Miércoles 10 de febrero de 2016

Los payasos, los profesionales, gozan de todo mi respeto y admiración; vaya esto por delante. Seres que se fijan como objetivo (y que, en ocasiones no lo consiguen, como en tantos otros oficios, por ejemplo con los gallegos metidos a políticos) abrir sonrisas entre la gente, deben ser meticulosamente bien recibidos en una sociedad estresada y traumatizada mentalmente. Con esta aclaración pretendo quitarle hierro al calificativo que refleja el título de este papel y decir que solo pretendo utilizar la parte más sonora y a todas luces injusta del adjetivo para mejorar la compresión de su significado.

Como todos los años – bisiestos o no- llegamos a esta época en la que se producen los fastos de esta gran inmoralidad que se apellida Carnaval. ¡Válgame Dios: menudo coñazo! ¡Qué bochorno! La gente, durante este lamentable período de tiempo se convierte en turuleta y exhibe sus majaderías, personales y colectivas, sin ningún género de pudor ni de vergüenza. Disfrazarse, ya de por sí, representa un acto escandalosamente frívolo e inconsciente, dedicado a las mentes más perversas y bullangueras. Si además, esta desviación humana se manifiesta con toda su crudeza en la más pura exhibición pública de este dislate ante el resto de la parroquia, en este punto, la cosa adquiere dimensiones de alto riesgo psicológico.

Cuando circulo por la calle y observo, de forma impune, a tumultuosos grupúsculos de ciudadanos ataviados como brujas, madres superioras de las Carmelitas Descalzas, astronautas, dráculas, urnas (sí, lo juro: ¡los he visto!), setas, ranas, obispos, berberechos, directores de orquesta… me pongo, literalmente, a parir. ¿Cómo puede haber tanto chiripitiflautico en nuestro planeta? ¡Madre del Amor Hermoso!

Si ya es esperpéntico visualizar esta ristra de despropósitos humanos, la guinda la ponen los niños; pobrecitos ellos, esos angelitos… Los nenes y nenas tambien – como los mayores – suelen ofrecerse en manada. En las escuelas públicas van todos con el mismo disfraz; en las privadas, cada infante luce la vestimenta que sus padres - con posibles y un mal gusto atroz y desesperante- les han engatusado. ¿Y qué decir de los bebés…? Al hijo de mis vecinos, el ínclito Tomasín, le pusieron de “osito panda”. Sus progenitores tuvieron la grave desfachatez de traérmelo a casa para que yo “disfrutara” de tamaña insensatez. El rorro, de siete meses de buena y feliz existencia, se hallaba bajo claros síntomas de vergüenza ajena: su mirada andaba perdida, su tez palidecía por momentos y su estado anímico estaba por los suelos; no berreaba por educación, esmero, valentía y elegancia. Me puse en su piel (no: no me puse de “osito panda”) y el sentimiento de lástima me golpeó en mi más hondo pesar.

Creo que ya va siendo hora de que alguién ponga remedio a tales desmanes y mande esta ridícula tradición al contenedor de extravagancias obsoletas (color blanco). Según me han dicho de buena fuente, los mormones no están por la labor de disfrazarse. He tomado la firme decisión de “mormonearme” e intentar ser útil a la sociedad a la que me debo, con respeto, estética vital y clarividencia.

Y lo que me jode un montón: ¡el año que viene…más.!