Fernando Pinazo | Domingo 31 de mayo de 2015
La pitada al himno nacional durante la final de la Copa del Rey ha tenido tanta repercusión que el partido quedó ensombrecido. Fue una final previsible desde el césped hasta la grada: Messi se lució, el Athletic luchó, la hinchada pitó y Artur Mas sonreía mientras el Rey aguantaba el chaparrón. La sorpresa vino a posteriori, cuando en los medios de comunicación y redes sociales todos nos apresuramos a opinar sobre el asunto a favor o en contra de una pitada que se interpreta de forma diferente en el centro y la periferia del país. Está claro que es un gesto de rechazo pero no sabemos si hacia la monarquía, el orden constitucional, Madrid, España en su totalidad, o si simplemente se pita el himno nacional porque es costumbre desde 1925, cuando Primo de Rivera clausuró el campo por una pitada al himno nacional e invitó a Joan Gamper a cruzar los Pirineos.
En cualquier caso lo que unos entienden como un acto de afirmación de su identidad como pueblo o nación, los otros lo entienden como un ataque a España, a toda España. Y es que parece que la bandera, el himno e incluso la lengua española representen, por sí mismas, la intolerancia hacia la diversidad del país. Es cierto que son símbolos heredados de un episodio de la historia en el que el fanatismo nacionalcatolicista dominaba todos los aspectos de la vida pero, a día de hoy, representan a muchas personas que nada tienen que ver con la intransigencia de aquellos años. Nos encontramos de nuevo con el viejo problema de confundir la parte con el todo.
La pitada al himno es un gesto que hunde sus raíces en la historia de nuestro país, una venganza contra los que quisieron imponer una España al resto de Españas. Pero, aunque queden resquicios de esta concepción uniforme, la falta de respeto a los símbolos de identidad imposibilita una convivencia sana. Espero ver el día en que el Athletic y el Barça jueguen la final de la Copa del Rey (o trofeo equivalente, se llame como se llame) en el Bernabéu sin que ningún paseante tuerza el gesto al escuchar a las aficiones hablar euskera o catalán en el Paseo de la Castellana. Ese día tal vez nadie pite el himno. Pero esto no ocurrirá nunca porque, si algo une a todos los pueblos que habitan nuestro país, es la testarudez. Esa absoluta seguridad de que yo tengo razón y tú no tienes ni idea impide un diálogo sincero y productivo, así que nos entendemos a gritos y pitos.
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