"Jueves santo, viernes santo, no sé ni como lo aguanto", decía Manolo el pollero encerrado en un bar de la Alameda de Málaga durante más de cuatro horas, sin poder salir por culpa de la procesión. Manolo el pollero afirmaba que era el único poeta que vivía de la pluma refiriéndose a una pollería que tenía su familia en la calle Tetuán, de Madrid. Siempre se hablaba de él en la mesa de los poetas del café Gijon que presidía Pepe García Nieto y a la que asistía Gloria Fuertes con su aportación naif de avanzadilla y su pelado imitando a Juliette Greco sin conseguirlo. El único pelo corto admisible era el de Lucía Bosé haciendo juego con la muñeca vestida de azul.
Eran los sesenta de una ensoñación tardofranquista que hacía de la Semana Santa un espectáculo casi pagano con toreros, ministros y legionarios. Aquellos años también tenían su rollo, con el falso aperturismo de Emilio Romero como un pájaro de cetrería siempre colgado de la percha. Alguna vez vi pasar una procesión por la calle de Carretas, todavía con el olor de las pajilleras de la última fila del cine. El carro de la basura venía detrás recogiendo las palmas y las ramas de olivo. Volvíamos a casa por la Puerta de Toledo antes de que llegarán los camiones con el marisco de Galicia. Madrid, la víspera del viernes santo, era como el huerto de Getsemaní al que la gente confundía con un tal José Maní, el pariente cubano de Antonio Machín.
Han pasado muchos años y ahora la gente llora en Sevilla a las puertas de las iglesias mientras las calles se llenan de granizo y los pasos corren a refugiarse en sus templos a hombros de los costaleros. En las playas de Torremolinos los rezagados cantan el novio de la muerte. La cabrá que ha venido de repuesto a desfilar delante del Cristo de Mena se está bañando junto a algunos borrachos de amanecida. Las semanas santas son madrugadas que no acaban nunca donde se estrenan los jóvenes resistentes. Uno de ellos lleva una trompeta y no sabe tocar solo. Fuera de la banda no es nada. Una golondrina no hace verano. Estamos recordando la muerte de un hombre irrepetible hace 2000 años en Jerusalén. Hace frío y el de la chaquetilla blanca se pasea por la grada ofreciendo la copita de coñac. No sé por qué todas las cosas serias se recuerdan en medio de un pedo.
La vida está llena de estos absurdos. Los viernes de madrugada no cerraba Antonino, ni La Oficina. Había un cartel al fondo que decía: "La buena vida es cara. La hay más barata pero no es vida". Anoche salió la humildad y paciencia y la gente vio la espalda de la imagen sentada con las rojeces de los latigazos. Las mujeres se emocionan embutidas en sus abrigos de alquitrán. Me acuerdo de estas cosas porque Manolo el Pollero decía que era el único poeta que vivía de la pluma y estaba encerrado en un bar de Málaga mientras los Cristos volvían a sus iglesias y los penitentes se iban a desayunar a la Malagueta o al Palo. Igual que todos los años.