La historia del tomate canario no puede entenderse sin contextualizarla. A finales del siglo XIX, las Islas Canarias atravesaban un período de profunda incertidumbre tras el colapso de la industria de la cochinilla, un insecto del que se extraía un tinte natural muy cotizado, que había sido el motor económico durante décadas. La aparición de los colorantes sintéticos en Europa provocó el desplome de este mercado, sumiendo a las islas en una crisis que amenazaba con la emigración masiva de su población.
En este sombrío panorama, el ojo comercial británico —siempre atento a las oportunidades— vislumbró en el clima privilegiado de Canarias una respuesta a la demanda europea de productos frescos durante el invierno. Las condiciones climáticas del Archipiélago permitían producir tomates de excelente calidad cuando en el continente era imposible por las bajas temperaturas, creando así una ventana comercial perfecta.
Aunque la agricultura siempre había sido el alma de Canarias, aquella carta de 1885 puso el foco en algo nuevo: el interés de los mercados extranjeros por un tomate que pronto sería bandera de las islas.
La intervención británica en esta historia fue mucho más profunda de lo que inicialmente podría parecer. No se limitaron a ser meros compradores; fueron verdaderos arquitectos del sistema comercial.
La construcción del Puerto de La Luz en Gran Canaria, impulsada con capital británico, no fue casualidad sino parte de una estrategia comercial integral. Este puerto, junto con el de Santa Cruz de Tenerife, se convertiría en la puerta de salida de miles de ceretos de tomates hacia los mercados europeos. Las compañías navieras británicas como Elder Dempster y Ferwood —que posteriormente dominarían también el negocio platanero— establecieron rutas marítimas regulares que conectaban las islas con Liverpool, Londres y otros puertos británicos.
La tecnología para el cultivo también llegó de manos británicas: sistemas de riego, técnicas de enarenado (cubrimiento del suelo con arena volcánica para conservar la humedad), selección de variedades resistentes al transporte... Todo un saber hacer que sería posteriormente adaptado y perfeccionado por los agricultores canarios.
El cultivo comenzó en zonas como el Valle de los Nueve en Telde (Gran Canaria), impulsado por figuras como Mr. Blisse, un empleado de la Compañía Swanston y pronto se extendería por todas las islas. Así, el impacto del tomate en el territorio canario fue radical. Las zonas tradicionalmente menos pobladas y áridas de las islas —los litorales sur y sureste— se convirtieron en el nuevo centro de gravedad económico. Municipios como Telde, Ingenio, Agüimes, Santa Lucía de Tirajana, La Aldea o Mogán en Gran Canaria; Granadilla, Arona, Guía de Isora o Adeje en Tenerife; o Antigua y Tuineje en Fuerteventura, experimentaron un desarrollo sin precedentes, convirtiéndose en el escenario perfecto para un cultivo que empezó a mirar más allá del Atlántico.
La escasez de agua, eterno problema del Archipiélago, motivó soluciones ingeniosas. Se construyeron presas, estanques, galerías y pozos que cambiaron para siempre la gestión hídrica insular. La aparición de las "maretas" (pequeños embalses) salpicó el paisaje, especialmente en las zonas de medianías que abastecían a los cultivos costeros.
El sistema de terrazas o "bancales" se extendió para aprovechar cada palmo de terreno cultivable, creando ese característico paisaje escalonado que aún hoy define muchas laderas insulares. Este aprovechamiento extremo del territorio llegó a su máxima expresión con las "sorribas", técnica que consistía en trasladar tierra fértil desde las zonas altas hasta los eriales costeros para hacerlos productivos, modificando literalmente la composición del suelo que se enriquecieron con fertilizantes como el guano también conocido como nitrato de Chile.
Quizás el aspecto menos explorado, pero igualmente fascinante del fenómeno tomatero sea su impacto en la cohesión social de las comunidades rurales. Las cuarterías —aquellas viviendas modestas construidas junto a los cultivos— no eran simples dormitorios para trabajadores, sino verdaderos núcleos sociales donde se forjaba una identidad compartida.
Las fincas se organizaron bajo el sistema de aparcería, en el que los agricultores traba- jaban la tierra a cambio de una parte de la cosecha. Este modelo, aunque desigual, permitió el sustento de numerosas familias y moldeó el uso del territorio, dejando una huella imborrable en el paisaje rural.
Las largas jornadas de trabajo en los empaquetados, donde predominaba la mano de obra femenina, se convertían en espacios de transmisión cultural. Allí, las mujeres se intercambiaban cantares mientras clasificaban los frutos, compartían remedios tradicionales, concertaban matrimonios y se consolidaba un sentimiento de pertenencia comunitaria.
La jerarquía dentro de este mundo era clara, pero permitía cierta movilidad social: desde los peones y jornaleros, pasando por los “medianeros", hasta llegar a los capataces y, en la cúspide, los cosecheros-exportadores. Algunos trabajadores, tras años de esfuerzo, consiguieron ascender en esta escala, adquiriendo pequeñas parcelas que cultivaban por cuenta propia, creando así una incipiente clase media rural.
El tomate canario se convirtió en el primer gran embajador del Archipiélago en el exterior. Décadas antes de que el turismo masificara la imagen de las islas, las cajas y ceretos con la marca "Canary Tomatoes" ya ocupaban un lugar privilegiado en los mercados de Covent Garden en Londres o de Liverpool.
La diáspora canaria, especialmente en Cuba y Venezuela, también participó en este comercio transoceánico, enviando remesas que se invertían en la ampliación de cultivos y estableciendo conexiones comerciales con América. Muchos "indianos" retornados invirtieron sus fortunas en la industria tomatera, aportando capital y conexiones internacionales.
Esta dimensión internacional del negocio se reflejó incluso en la arquitectura. Las casas de los grandes cosecheros-exportadores mezclaban elementos tradicionales canarios con influencias británicas y coloniales, creando un estilo arquitectónico híbrido que aún puede apreciarse en barrios como Ciudad Jardín en Las Palmas o El Cabo en Santa Cruz de Tenerife.
El sector tomatero canario fue pionero en numerosas innovaciones agrícolas. La introducción del riego por goteo en España tuvo en Canarias uno de sus primeros laboratorios. Los invernaderos adaptados a condiciones ventosas, los sistemas de hidroponía, las técnicas de polinización o lucha integrada... Todas estas innovaciones surgieron como respuestas a los desafíos específicos del cultivo insular.
En los años 50 y 60, coincidiendo con su época dorada, los productores canarios desarrollaron variedades específicas de tomate adaptadas al gusto británico, con mayor resistencia al transporte y capacidad para madurar lentamente. La variedad "Canario" se posicionó como un producto premium, reconocible por su forma acostillada y su sabor intenso.
Las cooperativas agrícolas, que comenzaron a formarse en los años 60, supusieron otra innovación organizativa que permitió a los pequeños productores competir frente a las grandes empresas exportadoras.
El impacto demográfico del tomate fue igualmente profundo. En Gran Canaria, por ejemplo, se estima que en las épocas de mayor esplendor más de 30.000 personas dependían directamente de este cultivo. El fenómeno también influyó en el urbanismo. La necesidad de transportar el tomate desde los campos hasta los puertos fomentó la mejora de caminos y carreteras, mientras que los almacenes de empaquetado y las oficinas de los cosecheros-exportadores dieron lugar a una incipiente infraestructura industrial.
En paralelo, la emigración —a menudo a América— disminuyó temporalmente, ya que el tomate ofrecía una alternativa laboral que retenía a la población joven en las islas. Culturalmente, el tomate canario se erigió en un símbolo de orgullo insular. Su prestigio en mercados como el británico, donde era reconocido por su sabor y resistencia, proyectó una imagen de calidad asociada al archipiélago. Esta reputación precedió incluso al auge turístico, posicionando a Canarias como un lugar de excelencia agrícola.
Sin embargo, el esplendor del tomate comenzó a desvanecerse a finales del siglo XX. El inicio del declive puede fecharse con precisión: 1986, año en que España ingresa en la entonces Comunidad Económica Europea. Este hito, positivo en tantos aspectos, supuso paradójicamente el principio del fin para la hegemonía del tomate canario.
Los acuerdos comerciales con terceros países, especialmente con Marruecos, expusieron al sector a una competencia con costes laborales muy inferiores. La distancia al continente europeo, antes compensada por la exclusividad estacional, se convirtió en una desventaja cuando otros productores mediterráneos mejoraron sus técnicas de cultivo. Las plagas, el aumento de los costes de producción, insumos y transporte, unido al litigio mantenido con la administración general durante ocho años, terminaron de agravar la situación.
Las cifras son elocuentes: de 12.000 hectáreas y 300.000 toneladas anuales en los años 60, se ha pasado a apenas 350 hectáreas y 32.000 toneladas en la actualidad. Los empleos directos han caído de más de 30.000 a escasos 2.200. Muchos almacenes de empaquetado han cerrado sus puertas y antiguas fincas tomateras han sido reconvertidas en complejos turísticos o simplemente abandonadas.
El relevo generacional es otro desafío fundamental. Los hijos y nietos de aquellos pioneros del tomate han encontrado en el sector servicios —principalmente el turismo— oportunidades más atractivas que el duro trabajo agrícola, abandonando una tradición familiar centenaria.
A pesar de su declive, el legado del tomate persiste en múltiples dimensiones. El calendario festivo de muchos municipios aún refleja los ritmos de la zafra. Fiestas como la del Tomate en La Aldea de San Nicolás mantienen vivo el recuerdo de aquellos tiempos dorados.
Los antiguos almacenes de empaquetado, con sus características estructuras de madera y zinc, son hoy objeto de protección patrimonial en varias islas. Algunos han sido reconvertidos en centros culturales, museos etnográficos o espacios polivalentes, preservando así su memoria arquitectónica.
En un panorama aparentemente desolador, surgen iniciativas que buscan reinventar el sector. El reciente anuncio de solicitud de una Indicación Geográfica Protegida (IGP), impulsada por el Cabildo de Gran Canaria, podría ser un punto de inflexión. Esta designación no solo protegería el nombre y la reputación del tomate canario, sino que permitiría diferenciarlo en un mercado global saturado, apostando por la calidad frente a la cantidad.
El auge de los productos kilómetro cero y los mercados agrícolas locales ofrece nuevas oportunidades. El sector turístico, tradicionalmente visto como "competidor" por el uso del territorio, podría convertirse en aliado al demandar productos locales auténticos como parte de la experiencia gastronómica insular.
Aquella carta publicada en El Liberal hace 140 años no solo marcó el inicio de una aventura comercial; fue la primera página de una historia colectiva que transformó profundamente la realidad canaria. El tomate no fue simplemente un cultivo: fue un agente de cambio que modificó paisajes, creó comunidades, estableció conexiones internacionales y definió identidades.
Hoy, cuando el sector lucha por su supervivencia, conmemorar este aniversario adquiere una dimensión especial. No se trata solo de celebrar un pasado glorioso, sino de reconocer que en el ADN canario permanece esa capacidad de adaptación y reinvención que una vez convirtió un humilde fruto del continente sudamericano en el motor de toda una sociedad.
El futuro del tomate canario es incierto, pero su legado es indeleble. Aquellos campos donde generaciones de isleños dejaron su sudor y sus sueños siguen siendo, 140 años después, un testimonio vivo de la capacidad humana para transformar la adversidad en oportunidad. Y esta, quizás, sea la lección más valiosa que podemos extraer de esta historia centenaria.
El tomate canario no es solo un fruto; es un testimonio vivo de la resiliencia y el inge- nio de un pueblo. Aquel receptor británico de Liverpool no podía imaginar que su elogio desencadenaría una historia tan rica y compleja, una que sigue latiendo en el corazón de las islas 140 años después.
Gustavo Rodríguez.