Hace años que escribo uno o dos artículos diarios. Algunos los envío a la prensa y otros pasan a engrosar las páginas efímeras de Facebook, pero todos ellos quedan capturados en los archivos de mi ordenador. De tarde en tarde los saco de su letargo y me sirven para retroalimentarme. En la mayoría de los casos corroboro lo que dije anteriormente y esto me hace reafirmarme en un convencimiento que no se altera con el paso del tiempo. Hoy, por ejemplo, he regresado a 2016 y paso revista a los acontecimientos que son historia, pero sin embargo constituyen el comienzo de lo que ahora nos sucede.
Los tengo publicados en un libro titulado “Tiempo de desencuentros”, de editorial Adarve, que se puede encontrar en Amazon. Después de eso he escrito muchos más, y todos están sujetos a una concatenación de sucesos y opiniones que tienen un transcurso y un final común. He rescatado uno que se refiere a la pérdida de tiempo que supone publicar en las redes, como si fuera una traición a la seriedad que se le exige a las cuestiones supuestamente académicas. Conozco a gentes resistentes que se niegan a aceptar ese universo digital, tan poderoso, que sirve para comunicarnos. Allá ellos. Nuestro mundo y nuestro futuro es ese, le pese a quien le pese. Pero no es esto lo que quería decir. Lo que pretendo resaltar es que, aunque se trate de conjeturas diversas, siempre hay una coherencia a la hora de construir el pensamiento. Sobre todo en un ambiente en el que negar lo que se dijo o prometió el día anterior forma parte del compromiso más fuerte con la integridad personal. Si sigo mi discurso observo cómo una afirmación se va asentando sobre la otra, construyendo un edificio en el que cada ladrillo es un hecho que ha dejado sólidamente acreditada su presencia como precedente.
La historia, los hechos históricos, no son aislados. Son como las partes de un silogismo que alcanza la conclusión apoyándose en premisas incontestables. Mis apuntes son miradas locales de un fluir general, como las visiones de la realidad a través de planos, como hacían los cubistas. Capi Corrales, mi amiga matemática, escribía sobre la importancia de los planos tangentes, aquellos que envolvían a los objetos para tratar de dar una versión aproximada de la realidad. Se refería al término encolar para construir la verdad según una operación de paso al límite de funciones envolventes. Esto lo hacía describiendo una pintura de Picasso, creo que un hombre tocando el violín.
Leyendo mis archivos pasado el tiempo, observo también un conjunto ordenado con los retazos de la crónica. No me desdigo de ninguno de ellos. A veces no me refiero directamente a los acontecimientos políticos sino que describo sus efectos prácticos. Salvando las distancias, esto ya lo hacía Larra en el siglo XIX, y Umbral en el XX, y tantos otros que han sido asfixiados por la picota de la oficialidad. Las cosas no han cambiado. A pesar de todo, como decía al principio, me retroalimento con lo escrito, igual que hace un niño recordando el regusto del chocolate de la primera comunión.