Leo que las imágenes pueden estar sujetas a derechos de autor, y no termino de creer que existan autores con la osadía suficiente para cobrar por esas imágenes, tan pobres, por llamarlas de algún modo.
Las advertencias de protección, cuando las señala Google u otras multinacionales del sector, suelen orientarse hacia sus propias faltriqueras. Pero debo asumirlas, porque llegué al sitio donde estoy tras tropezar con la aplicación Map y pelearme con Street View, que no terminan de mostrarme lo que quiero ver, un árbol me bloquea la perspectiva.
No lo dije, lo digo ahora, estoy en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a la que llegué viajando con imaginación, por culpa, ¡cuando no!, de la literatura.
Todo comenzó con una actualización del ordenador, cuyo período de caducidad traspasó una frontera artificial, no porque lo dictase su salud -sigue funcionando como un violín- sino por la avaricia de los que exigen “modernizar” los sistemas operativos.
Y con esa necesidad agotadora, semana tras semana, aparecía en la pantalla una orden simulando cortesía: “Programar el reinicio. La instalación de las actualizaciones finalizará cuando te venga bien. Si el PC no está disponible a la hora programada, Windows intentará buscar automáticamente una hora adecuada para el reinicio.”
El mismo mensaje, la misma parálisis “adecuada” del teclado, los mismos insultos, las mismas pérdidas de tiempo, dejando a mi humilde Aspire E15 cautivo, danzando la música de actualizar y reiniciar.
El problema era que una vez realizado el proceso, por su cuenta, a mi riesgo, debía dar marcha atrás, porque la capacidad, digamos el estómago del Aspire E15, era incapaz de digerir tantas hamburguesas de silicio como las que pretendían hacerle tragar. El mismo Dr. Gates se encargaba de purgarlo, para dejarlo tal como estaba antes del atragantamiento.
Solo unos días, hasta que, por sí mismo, caía en la cuenta que era necesario actualizar con nuevo empacho, nueva parálisis, que me permitía recorrer todo el árbol genealógico del dueño de Windows, intentando encontrar a alguien de su familia para que pusiese sensatez.
El asunto, grave, degeneró con el último baile, que propició una escabechina de tal calibre que fueron necesarias casi 24 horas de rehabilitación. La pantalla, desmayada, resucitó con los bites removidos, porque en el escritorio, entre otros cambios, apareció un archivo con el nombre "Oliverio" vomitado desde alguna zona oscura del disco duro.
Al abrirlo constaté que era una maldición hecha de arte, me pareció un milagro que estuviese allí, y no me costó nada copiarla, para dedicarla a los genios de la obsolescencia programada.
“Que tu mujer te engañe hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti se metamorfosee en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave inglesa. Que tu familia se divierta en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro, que no puedas dejar, ni por un solo instante, de lamerle la cerradura.”
Después de la catarsis quedé hipnotizado, dando vueltas alrededor de recuerdos literarios, del escritor Oliverio Girondo, del Grupo Florida en el que se integró en un comienzo de su andadura poética, junto a artistas que se reunían para compartir filias, fobias, chismes, anécdotas.
De ese modo, mi memoria regresó a Girondo, Borges y a sus desencuentros, trasladándome a Buenos Aires, al lugar que los alojó durante largo tiempo: la Confitería Richmond.
Tenía que suceder; junto al nombre del establecimiento me surgieron ansias por saber si todavía existía, si aún palpitaba la fama de tantos escritores que acudieron a sus salones, representativos de un tiempo, una cultura, de estilos que se hicieron célebre en todo el mundo.
Y allí estaba yo, de pie, en la calle Florida 468, en el mismo lugar que frecuentaron los citados Borges y Girondo, Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Victoria Ocampo y otros.
Pero no conseguía ver casi nada, un árbol me cubría la vista, no me dejaba disfrutar del frente del edificio, tampoco del esplendor de sus interiores, que durante casi un siglo impresionó a los que allí acudían a degustar sus viandas y admirar maderas, muebles y lámparas.
Era muy famosa la confitería, por sus visitantes, también por los platos que servía, algunos bautizados con sus letras, como la ensalada Waldorf. Quizás debería transcribir la receta, pero temo estar excediéndome en los nutrientes del comentario, demasiada mixtura de escritores con avaros, literatos y restauración.
En Argentina se diría que está preparada con camarones, rodajas de manzana, huevos duros, apio, palmitos y salsa golf, sí la ensalada, perdón, no pude resistirme, ¡lo dije!
En España, exactamente lo mismo, quizás modificando por el "idioma", gambas en lugar de camarones y salsa rosa en vez de salsa golf.
Finalmente, arribo al punto donde quería, sin saber cuál era, ni más ni menos, que al doctor Luis Federico Leloir. Se dice que fue él quien inventó la salsa golf, no es momento de explicar ahora cómo y dónde, aunque una amiga íntima no se lo termina de creer.
Por cierto, el Premio Nobel de Química que recibió se lo dieron por una investigación mucho más compleja, acerca del metabolismo de los azúcares, y sucedió en el año 1970, justo cuando empezaba a estudiar en la Facultad, no el doctor Leloir, servidor.
Fue Windows el culpable de abrir esta ventana a la nostalgia, sin final feliz. La culpa: las fotos que conseguí de la antigua Richmond, aquellas supuestamente protegidas. Muestran los cambios que genera el “progreso”.