OPINION

El tardeo de las mujeres de rojo

José Manuel Barquero | Domingo 12 de enero de 2025

Sopla con suavidad sobre un pequeño cuenco de barro que sostiene entre sus manos. Trata de avivar un fuego que brota entre las hojas y ramitas secas que colman la vasija. El humo que desprende huele a tierra húmeda, acacias y plantas africanas que no sé reconocer, pero huele muy bien. Uno imaginaba que aquel era invento ancestral para ambientar el interior de las chozas del poblado, construidas con adobe, paja y excremento de vaca, pero tiene otras utilidades. A continuación, la mujer sitúa durante unos segundos el recipiente bajo una de sus axilas, y luego bajo la otra. No era fácil adivinar que aquella joven estaba preparando su desodorante corporal.

Rara vez en su vida el agua toca la piel de las mujeres Himba, “la tribu de las mujeres de rojo”. La región de Kunene, la antigua Kaokolandia, al noreste de Namibia, es uno de los lugares más secos e inhóspitos del planeta. Se entiende que el agua se emplee allí sobre todo para beber, es decir, para sobrevivir, y de paso mantener las tradiciones centenarias de una de las etnias que mejor han resistido los embates de la globalización.

Las mujeres Himba son reconocidas por su piel de color terracota. Lo consiguen untando su piel con ojitze, una pasta que elaboran con grasa de leche, arcilla roja, ceniza y resinas aromáticas. También embadurnan con ella sus largos cabellos trenzados. El ungüento les sirve al tiempo como crema hidratante, protector solar y repelente de insectos. Desde hace unos años, en Europa a esto le llamamos economía circular.

Los Himba son semi nómadas, un sociedad matriarcal donde las mujeres construyen las casas, son propietarias del ganado que pastorean sus maridos y “dueñas” de los hijos que tienen con ellos. Un paraíso feminista, pensarán algunas, hasta que sepan que rige la poligamia. El hombre suele tener dos mujeres, pero ni siquiera en este asunto ceden ellas todo el poder. Cuando el hombre manifiesta su voluntad de tener otra compañera, es la primera esposa la que elige a la segunda.

Las mujeres Himba son simpáticas y hospitalarias. Posan coquetas con sus elegantes collares y sus tobilleras elaboradas con aros de metal, que además de adornar la parte inferior de sus piernas, les sirven para protegerse de las mordeduras de serpiente. La única condición que ponen para dejarse fotografiar es poder ver después la pantalla del móvil, porque allí no hay espejos. Sonríen a cada instante, y ahora escribiré algo que me traerá problemas. En términos generales, parecen más felices que algunas féminas que acuden una vez al día al gimnasio, una vez a la semana a la peluquería, y una vez al mes al psicólogo. No abandonen la lectura de la columna por esta tontuna mía. Aún no, que les voy contar algo más sobre las mujeres Himba que no encontrarán en Wikipedia.

Los hombres Himba no cazan. Les contaba que se dedican a conducir el ganado durante días, o semanas, en busca de las escasas zonas donde las reses pueden pastar, normalmente en el cauce de los ríos secos. Pues bien, en esas jornadas se consiente que las mujeres yazcan con otros hombres. Cuando los maridos se aproximan de nuevo a las aldeas, salen en su busca los hijos, que permanecen con ellos hasta que el regreso del padre es inminente. Entonces se adelantan los niños para avisar a la madre de la llegada del esposo, y que éste encuentre la choza despejada, limpia de polvo y paja, si se me permite el chiste fácil.

Algún lector desconfiado pensará que esta es una historieta contada a turistas despistados en una de las zonas menos pobladas de la Tierra, a la que sólo se accede en avioneta o conduciendo durante horas un vehículo todoterreno por pistas de grava con baches del tamaño de una zanja. Pero no, es real. A la salida de un poblado Himba, dos de las jóvenes que nos acababan de presentar a sus retoños, nos pidieron que las dejáramos en un punto de nuestro camino de regreso, a unos diez kilómetros de distancia.

Accedimos de inmediato, y reconocí el lugar donde querían bajar del coche porque en el viaje de ida me fijé en una pequeña estación meteorológica alimentada por una placa solar, protegida del viento al lado de un gran peñasco que se levantaba en mitad de la nada. Un cartel informaba de que se trata de un proyecto de investigación de la Universidad de Hamburgo sobre el cambio climático y una subespecie desértica. Al parar allí, con el sol a punto de ponerse, observamos que había dos lugareños ocupándose de los instrumentos, con sus pertenencias y sus sacos de dormir dispuestos en la arena. No había ningún otro vehículo a la vista. Las mujeres Himba se despidieron risueñas de nosotros, se sentaron en unas piedras a esperar que los jóvenes terminaran su trabajo, y, por supuesto, a que el resto nos largáramos de una vez.

Es incalculable el ahorro de esta gente en fármacos antidepresivos y terapias de pareja. A riesgo de sonar simple, es obvio que hay viajes que ayudan a abrir la mente, y, sobre todo, a reírse de esa visión supremacista que, por culpa del bienestar material, mantenemos desde Occidente. Iba a escribir desde el mundo desarrollado, pero, conocida de primera mano la sabiduría Himba, me ha dado vergüenza.


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