Las palabras no tienen un significado uniforme que satisfaga a todos. Cuando se presentan aisladas son como un poste en el mar o una banderola en el aire, sometidas a los caprichos de las mareas o a la dirección de los vientos. Por eso los escritores nos empeñamos en afianzarlas con adjetivos y metáforas para tratar de arriostrarlas en el sentido que pretendemos. Las palabras, dentro de un texto, pasan a ser contextualizadas y pierden su significado estricto para ser sometidas a las influencias de lo que se encuentra a su alrededor, en una situación donde el envoltorio predomina sobre el contenido, o al revés.
La Constitución es una colección de palabras ordenadas de tal forma que sean capaces de garantizar la permanencia de cierto orden. Es un poco complicado esto, pues hace depender a un concepto de los elementos con que se construye su estructura. Luego esa estructura puede ser básica, fundamental o subsidiaria en función de su influencia en el orden que pretende establecer y proteger. Me estoy metiendo en un lío cuando lo que realmente quiero decir es que un conjunto de términos, acertados o no, por sí solo no es capaz de garantizar nada, porque su capacidad interpretativa puede llegar a ser tan diversa como lo son las distintas formas de pensamiento de sus autores o sus exegetas menos imparciales. Ya sabemos que en los asuntos de la razón todo es opinable, y que un mismo argumento sirve para enaltecer a un héroe tanto como a un villano. Por este y otros motivos me resulta difícil hablar de la Constitución.
A pesar de todo, debemos reconocer la necesidad de disponer de una norma que garantice la corrección de las otras que precisamos para entendernos bajo los límites mínimamente aceptables de la convivencia. Hay países que presumen de no tenerla escrita, afirmando que la llevan impresa en la conciencia cívica de sus ciudadanos, otros que la protegen como una joya intocable y, por fin, quienes la modifican y la adaptan porque creen que sus necesidades reales son mutables con el tiempo. No hace falta encuadrarla en una de estas categorías para reconocer que se trata, como casi todo en esta vida, de algo flexible sometido al rigor de lo inamovible, en ese equilibrio desequilibrador en que debe moverse todo lo que está destinado a subsistir.
La Constitución no puede estar sometida a un debate permanente. Es el marco dentro del cual se desarrollan todos los debates. Un conjunto que da amparo a todas las ideologías y, por tanto, no debe ser la guía para que una, basándose en sus principios fundamentales, se imponga definitivamente a la otra; porque entonces estaríamos hablando de su eliminación. A veces el diálogo ordenado que debe imponerse dentro de los límites constitucionales no lo es tanto y pone en peligro a todo el entramado. Hoy se discute sobre el papel de los jueces como garantes superiores de ese orden supremo, olvidando que también ellos están sometidos a su control. La Constitución va dirigida al individuo, a la persona, y, como tal, reside en la conciencia de cada uno. El peligro de su continuidad no está en eso sino en la colonización de esa conciencia que es la esencia y la principal justificación de su existencia. No se trata de un asunto de derecho ni de ideas, es una cuestión de moral. Absolutamente es eso. No puede existir una sociedad sin conciencia ordenada por una Constitución fuerte. Solo las conciencias fuertes son capaces de elaborar textos contundentes para gobernarse. Por supuesto que no soy un experto en Derecho Constitucional, pero de ética presumo de saber un poco.