OPINION

El beneficio de doña Melchora

José Manuel Barquero | Martes 26 de noviembre de 2024
El revuelto de huevos de Doña Melchora no tiene parangón en el valle que recorre el río Apurimac. Es de un amarillo tan intenso que a uno le entran ganas de agradecer su aportación a las gallinas que deambulan en libertad por los alrededores de la casa. En la aldea de Chiquisca sólo habitan dos familias. Viven de cultivar la tierra y atender a los escasos huéspedes que paramos a comer y a dormir de camino hacia uno de los lugares más impresionantes, y a la vez solitarios, de Perú.
Encaramada sobre la cordillera de Vilcabamba, la fortaleza de Choquequirao es, junto a Machu Picchu, el otro gran refugio inca en la región de Cuzco. Aunque la estructura de ambas ciudades es muy similar, se observan entre ellas dos diferencias cuantitativas. La primera es de extensión. Mientras en Machu Picchu las viviendas y terrazas cultivables descendían unos quinientos metros hasta el cauce del río, el desnivel que salvaban en Choquequirao hasta rozar el Apurimac era de mil quinientos metros. Es decir, que Choquequirao fue tres veces más grande que Machu Picchu. Se calculan que allí llegaron a residir hasta ocho mil personas.
La segunda diferencia es más evidente. La manera más rápida de llegar a Choquequirao consiste en caminar o montar en mula durante tres días desde el paso de Capuliyoc, a casi tres mil metros de altitud. Desde ese punto se desciende hasta el río para atravesarlo por un puente colgante, donde comienza otro sendero empinado que vuelve a remontar las laderas que flanquean el profundo cañón del Apurimac. Es un recorrido extenuante por el tremendo desnivel acumulado que hay que salvar en pocos kilómetros. En Machu Picchu es distinto, porque la inmensa mayoría de visitantes acceden en un tren turístico que los deposita en la localidad de Aguas Calientes, y desde allí suben y bajan en autobuses lanzadera que operan durante todo el día.
Sabiendo esto, es fácil entender por qué en la extensa Plaza Central del complejo arquitectónico de Choquequirao no llegamos a juntarnos más de diez personas, agotadas pero felices. Tres días más tarde, alrededor de cuatro mil turistas tratábamos de no chocarnos deambulando entre las ruinas de Machu Picchu. Una densidad comparable a la de la Plaza de San Marcos en carnavales, Times Square en fin de año, o la explanada del Louvre el día de entrada gratis al museo.
El gobierno peruano debe considerar un problema, o un desperdicio económico, el silencio y la soledad de Choquequirao, porque hace años que proyecta una solución. Se trataría de unir con un funicular el paso de Capuliyoc con el pueblo de Marampata, convirtiendo así la fatigosa aventura de cuatro jornadas en una excursión de un día, apta para casi todos los públicos. No parece complicada esta obra de ingeniería civil en pleno siglo XXI, y sin duda reportaría suculentos ingresos a las arcas públicas del país, y también a la empresa que gestione el invento.
El puro egoísmo me lleva a rechazar que, en el futuro, nadie nos pueda robar, ni a mí ni a otros sufridos senderistas, el placer de aquellas horas privilegiadas en el paraíso de Choquequirao. Pero tampoco sería honesto ignorar que el turismo lleva décadas funcionando como motor de desarrollo económico en zonas paupérrimas. No es tan difícil soportar una cama dura, una ducha fría y cuatro pulgas saltarinas, sabiendo que en unos días dormirás en una cama de dos metros de ancho después de cenar un ceviche glorioso.
No digo yo que no tuviera algo que ver el hambre que traía, pero esta semana me comí en Marampata las mejores pechugas de pollo de mi vida. Las preparó Maicol -no Michael, Maicol-, el hijo de Doña Melchora, que aprendió de ella a cocinar y a sonreír. Un poco más abajo, en Santa Rosa, Don José se afanaba en teclear en cada móvil la clave de su wifi, para que nadie tuviera acceso gratis. Sergio, Rafa, Jordi y yo pagamos y le dejamos hacer, sin explicarle que es posible compartir la contraseña entre modelos similares de teléfono.
Hace unos días Miguel Fluxá, presidente de Iberostar, publicaba en este y otros medios una carta reclamando una reflexión profunda y una mirada humana sobre un turismo que, en sus propias palabras, “es, y siempre será, un negocio de personas para personas”. Se construyan o no funiculares en el mundo, no deberían servir para puentear el beneficio de las comunidades locales. Yo sólo pido que personas como Doña Melchora, Maicol y Don José permanezcan siempre en el negocio, o al menos mientras así lo quieran ellos.

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