OPINION

El gesto de un neurótico

José Manuel Barquero | Domingo 10 de noviembre de 2024

Son las dificultades las que permiten calibrar con exactitud el grosor moral de las personas. Es en la hora de la pérdida, la enfermedad o la ruina cuando se puede testar la bondad, la valentía o la generosidad del otro. Repasamos de un vistazo nuestras vidas y encontramos de inmediato alegrías y desengaños. Personas de las que esperábamos un comportamiento y nos decepcionaron, y otras que con su reacción noble superaron nuestras expectativas.

Es curioso cómo a menudo ese juicio no se va cocinando a fuego lento, sino que cristaliza de repente a partir de un hecho concreto. Borges decía que cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un instante, el instante en que el hombre sabe para siempre quién es. Y añado: los demás también. Por ejemplo, yo supe quién era mi padre en momentos difíciles. En los suyos, claro, pero sobre todo en los míos. También conocí el espíritu dos mujeres cuando en una situación de grave incertidumbre personal me dijeron que, pasara lo que pasara, no me preocupara por mi hija. Aunque no se lo digo lo recuerdo cada vez que las veo. Ellas lo saben. En aquel instante vi la luz, el alma buena de esas personas, y lo demás ya no importó.

La vida pública no es tan distinta a la vida privada. O al menos no debería serlo. Claro que es imposible no aplicar algún filtro cuando el nivel de exposición es tan alto, pero esa no es excusa para la teatralización permanente de cualquier comportamiento. Adolfo Suárez sufrió un tremendo varapalo con el último proyecto político con el que concurrió a unas elecciones. Resignado ante su fracaso, tiró de sorna para pedir a los españoles que no le quisieran tanto y le votaran un poco más. A pesar de ello, nadie recuerda a Suárez como un político fracasado.

La imagen de Suárez que permanece en nuestra memoria es la de un hombre erguido en su escaño mientras un grupo de guardias civiles tiroteaban el Congreso de los Diputados. Tejero empuñaba una pistola, no un palo de escoba, y sus subordinados disparan con fuego real, no lanzaban pegotes de fango.

Gracias a Twitter, el domingo pasado asistimos casi en directo a un espectáculo penoso. Fue la ira de cientos de personas descargando sobre el Jefe del Estado, el presidente del Gobierno y el de la comunidad valenciana cuando visitaban la zona más castigada por la tragedia en Valencia. Los indignados eran personas que pagan sus impuestos en la cuarta economía del euro, abandonadas a su suerte durante días.

No sé qué esperaba la gente del Rey, sobre todo los republicanos, o los que no entienden para qué sirve su figura constitucional. Pero ahí estuvo, resistiendo el barro y los insultos. No he escuchado a nadie hablar de lágrimas de cocodrilo surcando el rostro sucio de la Reina, y mira que tiene enemigos Letizia. Humana y desbordada, aguantando y haciendo lo que podía para consolar a personas imposibles de consolar. Y el irresponsable Mazón también presente, parapetado tras los casi dos metros de dignidad real, pero al menos presente.

La auténtica noticia el domingo pasado fue que por fin asistimos a una escena real protagonizada por Pedro Sánchez. No hubo engolamiento en su voz, ni contoneo de caderas, ni sonrisa impostada, ni mentiras al estilo trumpiano. Vimos que no fingía, que no actuaba. Lo vimos sin atrezo, sin figurantes, sin militantes socialistas bien escogidos para ocupar las tablas detrás del puto amo. Por primera vez en mucho tiempo, no hubo distancia de seguridad con el público asistente a la función, porque no podía haberla.

La imagen de Sánchez cabizbajo, transportado como un muñeco por su servicio de seguridad, con los brazos caídos y arrastrando las piernas como una marioneta a la que sacan del escenario, le perseguirá para siempre, vaya donde vaya, haga lo que haga, diga ya lo que diga. Incluso obligado por los escoltas, se podía haber alejado de los disturbios de una manera algo más gallarda. Pero no hubo tiempo de organizarlo, ni de armar un “relato”.

Escribió Javier Cercas en su Anatomía de un instante: “Vuelvo a mirar la imagen de Adolfo Suárez en la tarde del 23 de febrero y, como si no la hubiera visto centenares de veces, vuelve a parecerme una imagen hipnótica y radiante, real e irreal al mismo tiempo… […] Anteanoche pensé que ese gesto de Suárez era el gesto de un neurótico, el gesto de un hombre que se desmorona en la fortuna y se crece en la adversidad”. Sánchez es un hombre que se crece en la fortuna del poder y se desmorona ante la adversidad real, que es algo distinto a remontar en las encuestas.

José Manuel Barquero